Fran Guillén | 29 de enero de 2020
Se ha marchado un gigante de esa estirpe de iconos que piensas que nunca van a dejar de estar. Una figura transversal que Nike colocó en su frontispicio y que mezclaba lo mejor de Tiger Woods con lo más característico de Ronaldinho.
Nunca me cayó bien Kobe Bryant. No había pósters con su foto en las paredes de mi habitación ni camisetas con su número colgando de las perchas de mi armario. Nunca quise ser como él ni copiar sus maneras y me sublevaba que hubiera quien quisiera compararlo con los grandes mitos. Durante mucho tiempo, Kobe solo fue un escolta engreído que se cruzaba en el camino de mis verdaderos ídolos. Un imitador del mejor de todos los tiempos. Un trampantojo de Michael Jordan.
Pero Kobe evolucionó y yo crecí. Maduramos los dos. Él se percató de que sus aires de prima donna no le hacían ningún bien a su carrera y se dio cuenta, tras empujar a Shaquille O‘Neal fuera de los Lakers, de que solo jamás podría. De que su leyenda únicamente crecería si se rodeaba de aliados y dejaba de pelearse con el mundo. Y empezó a sonreír. Y nos enamoró a todos.
Dejó de ser un tirano y se convirtió en un comandante en jefe que recibía las balas en el pecho para proteger a los suyos. Fue compañero y mentor. Pasó de mirar de reojo a quienes amenazaban su trono a abrazar a Pau Gasol, entre risas, el día -que alguno hubo- en el que el español era tan decisivo como él. No le importaba dejar de acaparar los focos. Estaba en paz consigo mismo. La filosofía zen de Phil Jackson caló tanto que Kobe supo que el éxito ya no era una carrera de fondo en solitario. Seguía entrenando de madrugada y marchándose a casa el último, pero con la conciencia de que la manada podía más que el lobo solitario.
Ese Kobe generoso y carismático, la segunda mejor sonrisa de la historia de los Lakers tras la de Magic Johnson, encandiló a todo el planeta. Y dio paso a un deportista generacional, a una figura transversal que Nike colocó en su frontispicio y que mezclaba lo mejor de Tiger Woods con lo más característico de Ronaldinho. Atrás quedó su escándalo en Colorado, del que Kobe Bryant renació como esposo fiel y padre entregado. Su imagen familiar, su muda de piel, dejó todavía hueco para la mamba negra que surgió en su interior y con la que se mimetizó para ser competitivo hasta el fin de su carrera. Dos tiros libres anotados con el Aquiles roto y una despedida de 60 puntos con casi 38 años lo atestiguan.
Gianna, su difunta hija, iba a ser una estrella de la WNBA. Lo llevaba en los genes y dicen quienes la vieron jugar que era la viva imagen del instinto depredador de su padre
La amargura que queda es pensar en todo lo que nos habremos perdido. Porque con Kobe Bryant siempre daba la sensación de que lo mejor estaba por llegar. Gianna, su difunta hija, iba a ser una estrella de la WNBA. Lo llevaba en los genes y dicen quienes la vieron jugar que era la viva imagen del instinto depredador de su padre sobre la cancha. El propio Kobe estaba enamorado de su misión como tutor deportivo de una jovencita a la que disfrutaba moldeando, como una vasija hecha con su propio barro.
Se ha marchado un gigante de esa estirpe de iconos que piensas que nunca van a dejar de estar. Que jamás vas a encender la televisión para no verlos. Que no encontrarás portadas de revistas sin su rostro. La vida nos tenía apalabrados más momentos con Kobe Bryant y hemos tenido que cerrar abruptamente las páginas de un libro que prometía ser apasionante. No estábamos preparados para algo así.
Gracias por los recuerdos, Kobe. De parte de alguien que odió muchos de ellos.
Juanma Castaño y «El Partidazo de COPE» han conseguido, 20 años después, que la emisora vuelva a ser líder de la radio deportiva nocturna.
Muchas veces, contratiempos o circunstancias hacen que lo personal supere lo deportivo. Es ahí donde reside la humanidad de sus superiores.