Armando Zerolo | 17 de febrero de 2020
Cuando volvamos a preguntarnos, desesperados, quién nos devolverá el tiempo perdido, se abrirá de nuevo la posibilidad de una historia.
Cuanto más corremos, más cosas hacemos, ¡bien!, pero ¡ay!, menos tiempo tenemos.
Voy a recoger a los niños al colegio con el ritmo del trabajo metido en el cuerpo. Es una tarea más y una línea menos en la lista de “pendientes”. Una casilla tachada en el examen de conciencia y una mancha más en la memoria. Afortunadamente, hay días grises, de lluvia y charcos en el camino. Hay días en los que tengo todavía más prisa, porque además de no llegar a tiempo, llueve y no quiero mojarme. Ayer fue un día de esos: “Dame la mano, que llego tarde”. Pero los charcos son una tentación demasiado grande y no había manera de que no se detuviese a intentar pisarlos. Tiraba y tiraba de su mano para que no se mojase, para que no perdiese el tiempo, porque teníamos prisa y él no lo entendía. En una de esas consiguió pisar un charco y mojarse. Fui a regañarlo y vi su cara triunfante. De repente, me di cuenta de que nos estábamos perdiendo lo mejor, que nos saltábamos el camino para llegar antes a casa. Fuimos pisando todos y cada uno de los charcos, jugando a ver quién salpicaba más lejos y a ver quién dejaba más huellas en la acera. “Dame la mano, que tengo prisa”, le volví a decir, pero esta vez para que fuese él el que me llevase a mí, para que no me dejase perderme en mis tareas, para que me devolviese el tiempo.
Algo parecido sucede cuando voy a la montaña. Demasiadas cosas que hacer como para permitirme el lujo de pasar un día dando un paseo. Demasiado cansancio como para no dormir un poco más, para recuperar el sueño que luego entregaremos en sacrificio a la semana. Solo la memoria de otras ocasiones me permite vencer las dudas y ponerme en marcha un sábado más. En la mochila, comida, bebida, abrigo y todas las prisas y ansias de la semana. Comienzo a andar como he vivido, pues el paso de cada uno es la medida del ruido que llevamos dentro. Andar para quemar y vivir ardiendo. Cuanto más hago, más me consumo y me pregunto a menudo, entonces, ¿quién me devolverá el tiempo? La montaña no cede, es paciente, y no se agota con las prisas que traemos puestas. Después de una hora, aunque a veces basta media, nuestro ritmo ya se ha acompasado al de la montaña, y de la mochila desaparece el peso de todo lo que podríamos hacer. El camino es pedagogo, y por cada paso que le entregamos nos devuelve un instante.
El tiempo medido en la cantidad de cosas que hemos hecho es como arrojar las horas por el sumidero. En una época muy productiva de mi vida me entregué con febril empeño a la traducción de un texto. Contaba las páginas que corrían más rápido que el minutero y me agotaba hasta la extenuación. Creía merecerme las horas de sueño simplemente porque caía rendido en la cama. Uno de esos días, mi hijo mayor, que apenas había empezado a andar, se me agarraba al pantalón con insistencia. Quería jugar y pensaba que yo debía entretenerlo. No entendía que yo tenía cosas más importantes que hacer. Insistía y yo me resistía. Los dos nos manteníamos firmes. Se trepó a la mesa, quién sabe cómo, pintarrajeó mis papeles, y yo seguía tecleando. No satisfecho, se sentó encima de mi teclado y me miró satisfecho. Vi en su cara que uno de los dos tenía razón. Cerré el trabajo y me tiré al suelo buscando encontrar con él el tiempo perdido.
Es posible que en casa hayamos comprado unas tortugas por este motivo. Algo tienen que nos hace sentirnos tranquilos. Tienen unos ojos demasiado inteligentes para dejarnos indiferentes, un andar tan sereno que las hace parecer veloces y una piel vieja, tan vieja que las hace bellas. Mi mujer me pregunta que por qué pierdo el tiempo con ellas, y yo solo puedo decirle que no lo pierdo, que con ellas lo encuentro.
Hay más tiempo en una playa desierta, en un campo agostado, en una madre durmiendo a un niño o en una buena conversación, que en la hoja en blanco de nuestros proyectos. Nuestro cuerpo es un reloj que se acompasa con el correr de una vida compartida. Es muy fácil que se desajuste si esos cuerpos no andan juntos, si cada uno se dedica a sus tareas. Aumentará la productividad, y aumentará también la sensación de que alguien nos ha robado el tiempo. Y cuando volvamos a preguntarnos, desesperados, quién nos devolverá el tiempo perdido, se abrirá de nuevo la posibilidad de una historia.
La paciencia no es cosa de niños, tampoco de cobardes. La paciencia respeta el tiempo de las cosas. El que tiene paciencia espera, y el que espera sabe.
Los buenos deportistas, como los buenos generales, saben que ganar la guerra es importante, pero lo es aun más ganar la paz.