Jesús Montiel | 16 de febrero de 2020
El mundo tendría peor ventilación sin alguien lanzando los ojos al techo de la oficina o dibujando monigotes en los márgenes de un libro de texto.
Yo, que siempre he defendido la figura del niño despistado, acabo de regañarle a uno de mis hijos, recriminándole su tendencia al vagabundeo. De modo que, mientras lo amonesto, me encuentro fatalmente dividido: por una parte, soy el padre que conoce los beneficios que le han aportado los reproches adultos durante su infancia; pero al mismo tiempo sé, tras muchos años, que el despiste es una asignatura tan necesaria como las Matemáticas. Menos abstracta.
Mis despistes han sido mi verdadero taller literario, por ejemplo. Cada uno de mis libros se ha escrito en ese tiempo sin beneficio, inútil, que le he robado a mis obligaciones más serias. Viviendo en dirección contraria a la pizarra se llega al poema. Todos los días, si lo pienso, debería darle gracias al patio de mi colegio. Allí estaban mis profesores: los bancos de piedra, los árboles, las lluvias y la luz, los gorriones, las hojas otoñales o un cielo extrañamente sólido, más que el suelo que pisamos.
Me fascina esta capacidad humana de no estar donde se está y convertir en holograma el cuerpo. Este viaje secreto cuyo medio de transporte es el corazón. El despiste nos traslada a un tiempo anexo al oficial. Es un pasillo que nos conduce a la memoria y a los planes. Sobre todo nos ancla en lo que está sucediendo y desatendemos. Ser un despistado profesional, entonces, no es solo perder las llaves de la casa o llevar el pijama debajo de los vaqueros. Es ser un soldado que combate el verdadero error de nuestro siglo: pensar que estamos prestando atención mientras desatendemos lo que de veras nos incumbe.
La misma palabra, su etimología, es ya una prepotencia. Porque despistar (literalmente, perder la huella, alejarse de la pista) ¿no es en realidad saber que todo es una pista y no solo aquello será traducido en un provecho, lo que la mayoría señala? El mundo tendría peor ventilación sin alguien lanzando los ojos al techo de la oficina o dibujando monigotes en los márgenes de un libro de texto o traficando secretos durante la clase de Religión.
Discúlpame, hijo. Soy yo quien me distraigo al olvidar a ese niño que volviendo del colegio le preguntaba a su padre si ya habíamos comido, cuándo iríamos a España desde Granada, si mañana es hoy y hoy ayer. Mientras te riño, a la hora de los deberes, sé que acaso darle la espalda a las divisiones te conducirá a un adulto más consciente que si les prestas atención. Lo sé por experiencia propia. Cuando tus ojos se apartan de los deberes, tengo la certeza de que trabajan en ese lugar inaccesible y propiamente tuyo que vas construyendo para después, desde allí (esto es crucial: que sepas regresar, que tu despiste sea un pasadizo y no una mazmorra) mirar mejor la realidad de la que pareces ausente. Lo que llamamos realidad, quiero decir.
Hay días lánguidos, de una tristeza repentina, y otros henchidos de luz, con la suavidad de la caricia.
El tiempo, si nos dedicamos a no hacer nada, se revela suficiente. Aunque se sabe la manera de multiplicarlo, está en peligro de extinción.