David Reyero | 06 de marzo de 2017
Una de las peculiaridades de la educación es que todos la practicamos. Todos hemos sido educados y, sobre todo, todos somos educadores con independencia de nuestra formación. No todas las actividades humanas son así. La ingeniería civil o la medicina, por ejemplo, son actividades en las que deciden los profesionales formados en esos asuntos, el resto de la sociedad poco tenemos que decir salvo padecer sus juicios informados. Es cierto que sobre medicina, por seguir con el ejemplo, los no expertos podemos emitir opiniones más o menos fundadas, pero aquellos que nos escuchen no correrán a las farmacias como si no hubiese un mañana. En la educación las cosas son, por lo tanto, algo más difíciles.
Reaccionar a ocurrencias sobre asuntos técnicos solo porque consiguen colarse en la agenda de los medios de comunicación supone una clara minusvaloración del profesorado
Todos tenemos algunas teorías educativas más o menos explícitas y más o menos difusas que guían nuestras decisiones y nos ayudan con la resolución de pequeños dilemas educativos de la vida diaria. ¿Ayudo con los deberes a mi hijo o lo dejo solo?, ¿cuánto tiempo puede ver la tele mi hijo pequeño?, ¿a qué colegio lo llevo?, ¿le compro un móvil?, ¿a qué extraescolares lo apunto? y muchas más. Normalmente el conocimiento que guía esas decisiones es una más o menos confusa mezcla de “sentido común”, mitos y concepciones varias sobre la felicidad humana y el mejor modo de llegar ella.
De vez en cuando, un programa de televisión, como el protagonizado por Risto Mejide hace unos días en Cuatro dedicado a la educación, pone sobre la mesa creencias y teorías educativas de forma desordenada. Para ello, llaman a profesionales y a personajes famosos que toman cotidianamente decisiones sobre la educación de sus hijos porque -les toca- son padres y es parte de su responsabilidad.
En educación los discursos expertos y las creencias populares conviven y no siempre es el experto es el que se impone. Forma parte de la vida social y de la dificultad específica de la tarea educativa la mezcla de esos dos niveles de conocimiento y no estoy reclamando aquí el establecimiento de una tecnocracia educativa que tome decisiones ante las que la sociedad simplemente se pliegue. Sin embargo, sí es justo reclamar el lugar del conocimiento experto sobre educación y su legitimidad.
¿Sabemos algo sobre los deberes o sobre la disciplina, sobre el valor de premios y castigos o sobre los fines que debería tener el sistema educativo? ¿Con qué grado de certeza lo sabemos? En educación podemos distinguir dos tipos de conocimiento experto. El primero nace de la reflexión rigurosa sobre la estructura educativa del ser humano ¿Qué podemos aprender de este tipo de reflexión? Algunas cosas. Sabemos, por ejemplo, que los procesos de formación son muchas veces contraintuitivos. Hacemos personas libres coartando la libertad. Los límites impuestos que no te permiten ser dueño de tu tiempo y de tu espacio son precisamente las herramientas que te permitirán serlo en el futuro. Si aprendes a tocar el violín, el sometimiento a las piezas con las que aprendes es el que permitirá que alguna vez puedas extraer del instrumento un sonido diferente al asesinato de tu gato.
Podemos también, con este tipo de conocimiento basado en principios, juzgar algunos de los mantras de nuestro tiempo, como el de respetar la espontaneidad de los niños, como si todo lo bueno estuviera ya contenido en él. Un examen atento, ni siquiera lo tiene que ser en exceso, revelará que lo espontáneo no es siempre valioso como bien hacemos –o deberíamos hacer– saber a los matones en las clases.
Además de este conocimiento reflexivo sobre la condición humana, tenemos otro tipo de conocimiento experto que surge de la investigación empírica y que nos permitirá tomar las decisiones referidas, por ejemplo, al tan de moda asunto de los deberes, no en base a puros debates de opinión sino a estudios algo más consistentes (se puede leer algo más que opinión aquí, aquí y aquí).
Estaría bien que aquellos que toman decisiones políticas se dejasen guiar algo más por este tipo de conocimiento experto antes de responder, aconsejados por la calculadora electoral, a algunos requerimientos de las modas del momento, aunque se presenten de manera efectista, tal y como ha pasado con el tema de los deberes escolares. Reaccionar a ocurrencias sobre asuntos técnicos solo porque consiguen colarse en la agenda de los medios de comunicación supone una clara minusvaloración del profesorado. Profesionales sin criterio y que necesitan la tutela de sus señorías para que no se desmanden mandando trabajos «sin ton ni son». No me los imagino regulando las palabras que deben tener las columnas periodísticas ni las medicinas que puede recetar un médico y los días que deben durar sus tratamientos. Se ve que las viejas prácticas siempre vuelven.