Javier Pérez Castells | 04 de marzo de 2020
Con el coronavirus hay que entender que no estamos ante una catástrofe planetaria de película, pero tampoco ante una simple gripe que se cura con paracetamol.
En los últimos días estamos asistiendo a una extensión de la epidemia del coronavirus a un número creciente de países, vamos por 38, que hace prever la próxima declaración de pandemia por parte de la OMS (Organización Mundial de la Salud). Es sorprendente el afán de politización de cualquier cosa. Se observa la tendencia a ver cómo las personas de izquierdas saludan con entusiasmo las medidas de confinamiento, protección y anulación de cualquier concentración humana como las llevadas a cabo en Italia, mientras que las de derechas consideran que el perjuicio económico que suponen no está justificado y que todo es una exageración y una pamplina. Es bien cierto que, con unos políticos de chiste malo o de sainete macabro, todo se toma por falso, pero en este caso debemos encontrar la justa medida de la preocupación y de la actuación. Y es cosa de todos. Ni estamos ante una catástrofe planetaria al estilo de una epidemia de ébola o de películas cinematográficas llenas de científicos con escafandra, ni tampoco ante una simple variante de la gripe estacional, que tan solo vaya a hacernos estornudar.
Conforme vamos sabiendo algo más del coronavirus, nos damos cuenta de que es un virus con una capacidad de contagio muy superior al de la gripe, incluso superior al de la gripe de 1918. En estos momentos estamos en un R.O. de 2,5, es decir, cada infectado contagia a unas 2,5 personas de media. Esto es mucho más que la gripe normal (1,3). Han aparecido, además, los supercontagiadores. Nadie sabe exactamente a qué se deben, pero son personas que tienen una enorme capacidad de contagiar. Así, un famoso ejecutivo de una multinacional en Italia, bien por sus costumbres vitales o por sus condiciones fisiológicas, ha contagiado al menos a 50 personas.
Lo más difícil de saber a estas alturas es la mortalidad del virus. Cuando se compara con la gripe estacional, debemos recordar que esta tiene una mortalidad entre 0.1 y el 0.2 por ciento y que el coronavirus de Wuhan está matando en aquella ciudad al 5% de los enfermos. Esta cifra es, sin duda, exagerada y está sesgada por algún dato que no identifican los expertos. Probablemente, defectos en el diagnóstico y/o la incapacidad del sistema sanitario para controlar bien el número de casos. Pero aunque la mortalidad sea tan solo de un 1%, que es lo que manejan algunos especialistas, estamos hablando de cinco veces más que una gripe.
Y la gran pregunta es: ¿qué es lo que está dispuesta a aceptar la sociedad? Porque la mentalidad del ciudadano individual no es igual que la del gobernante. Una amiga me decía que no tendría ningún inconveniente en que su hija mantuviera el viaje de fin de estudios a Italia, pero que entendía que la directora del colegio lo anulara.
Si no contenemos la infección, es posible (en esto nada es seguro) que tengamos decenas de miles de contagiados, infinidad de horas de trabajo perdidas, colapso en las urgencias, una alarma posiblemente excesiva en la población y un número de fallecidos difícil de prever. El virus no parece matar, en general, a personas jóvenes y sanas, aunque hay excepciones. Pero antes de protestar por que quizá nos dejen sin un partido de fútbol o nos confinen en un hotel, pongámonos en la piel de los que toman las decisiones y pensemos en las personas con más riesgo ante esta infección.
Las epidemias tienen su ciclo de vida. Conforme van curándose e inmunizándose más personas, el virus tiende a cambiar y a hacerse menos virulento. Esto hace que los nuevos casos empiecen a bajar. En China llevan unos días en que parecen tender a la baja (han pasado de unos 800-1.000 casos nuevos al día a unos 300-500 en 20 días). Una vez que los nuevos casos se minimicen, a veces hay recrudecimientos y nuevas oleadas, normalmente menos dañinas. En suma, una epidemia de este tipo suele durar entre 6 y 10 meses. Las condiciones climáticas son importantes, ya que el virus vive pocas horas fuera del huésped. Un tiempo seco y muy caluroso como el que podremos tener en Madrid en pocos meses dificultará la transmisión. Por eso, contener ahora, aunque sea parcialmente, puede evitar muchos contagios al irse cumpliendo las fases de la epidemia.
Con todo, tenemos ciudadanos que desprecian el peligro y otros excesivamente alarmados. Pasan cosas sorprendentes, como el asunto de las mascarillas. Imposibles de encontrar ya en España. Hay que aprender de los asiáticos. Ellos están acostumbrados a usarlas con naturalidad cada vez que tienen síntomas de cualquier catarro. Se considera una grave falta de consideración no llevarlas, arriesgando el contagio a otras personas. Aquí las entendemos como medida de autoprotección. La mascarilla la debe llevar la persona con síntomas o con sospechas, no el que está sano. Los gobernantes, los periodistas, los informadores y todos los ciudadanos debemos actuar con tranquilidad pero con sensatez.
Se trata de un virus aviar que produce síntomas respiratorios parecidos al catarro, que pueden desembocar en neumonía, y que ya ha alcanzado una tasa de mortalidad cercana al 2%.
Las consecuencias del coronavirus sobrepasan los aspectos de salud. La economía china puede sufrir un duro golpe que afectaría a gran parte del mundo, incluida España.