Rocío Solís Cobo | 10 de marzo de 2020
Sus libros se han quedado mirándome. Rodeada de ellos, no he sabido qué decirles. Espero que sean ellos los que, aunque mañana sigamos en silencio, prosigan el diálogo.
Eran las 7 de la mañana y volvía, como cada mañana, a despertar su letra manuscrita y conversar con ella. Leía: “Por lo demás deseo siempre la vida, experimentando siempre la muerte”. Y yo lo ponía en limpio perdiendo el aura que Benjamin citaba, separándolo de ese momento único en el que usted recogió las palabras de su querida Mére Angeligne, monja de Port Royal. Los separaban 400 años, pero era su amiga, como lo eran Flanery, Juan de la Cruz, Teresa, Monsieur Pascal, Spinoza… mostrándonos qué significa para usted tal palabra y volviéndola a hacer nueva con cada uno de los que nos acercábamos a su mesa camilla, a su memoria, a su forma de mirar los lilos y escuchar al petirrojo.
Seguía yo leyendo esta mañana antes de saber lo que la alondra ya sabía y lo hacía con esa tosquedad del que cree que lo único podrá ser repetido; que volvería a acudir a esas palabras con usted, de su mano, aclaradas y convirtiéndolas en no-nadas, como siempre hacía con lo suyo, por ese miedo atroz a un yo que aplasta.
Llevo semanas siendo acompañada de esa letra parida espontánea, seguida, apenas interrumpida por algunos tachones que, como para no molestar ni herir, los convierte en recuadros ordenados. Y de pronto, unos añadidos en letra minúscula, como una aclaración pequeñita, esa medida que a usted le gusta gastarse para ver la grandeza.
Y me decía para mí, ¡qué afortunada! Soy el tú de esta mañana aún no estrenada. “Las páginas que siguen figuran un diálogo -me decía, de momento, a mí sola (por generosidad de su Guadalupe)-, o lo anotan más bien, porque el diálogo con nosotros mismos es un realizar diálogo no con otro “yo” que tuviéramos, como luego se revela uno solo en algunas enfermedades mentales o en la vejez, cuando el hombre cae inevitablemente casi siempre en un solipsismo por escepticismo o cansancio de las conversaciones del mundo. En realidad a muchos otros, al mundo entero, si no tenga luego su libro un solo lector”.
Y yo daba gracias felicitándome de que nuestro D. José no hubiera caído en ese solipsismo por cansancio de las conversaciones del mundo a través del navegar por los meses, entrando en los años hasta llegar a las nueve décadas. No. D. José sigue asombrándose de que el azul sobrante inaugure el nuevo día y no se cansará jamás de contarlo, como el escribidor que todo le es dado; y su retranca castellana jamás le permitirá ser escéptico, si acaso irónico, y mucho, pero ese es el método de los inteligentes y traviesos, como también su Soren afirma. Yo lo pensaba mientras usted ya olía ese café recién hecho que nos recita Holan y volvía a estar en casa.
Al igual que caía en la cuenta, mirando al alba mi mesa de trabajo, que usted había cambiado mi minimalismo posmoderno, y ahora me permito pequeños coseros encima de ella, con algunas piedras, un pequeño lazo, una frase impresa en un retal de hoja, la huella de alguno de mis niños, y una flor que nunca pretendió tanta vida, pero una vez que fue “la flor” y no otra, ya no tuve valor para desterrarla. Y pensaba al alba, mientras usted ya no estaba, que estaba muy presente en mi vida. Tanto que “yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa” y ya no puedo ver al Galileo sin ver al hortelano que usted dice que espera ya en la mañana. Ni puedo dejar de pararme al ver temblar al gorrión, ¿y si fuera este el que la nieve cubrió y mató de frío en esa celda francesa? Y en cada retazo el todo, y en el todo un solo plato de loza blanco con una fina rayita azul sosteniendo al mundo. Miro las cosas y veo lo que usted ve. Le leo y oigo su chascarrillo.
Para arreglar el mundo, no hay que andar echando remiendos, ni estañando, sino que lo que se necesita es cambiar a la gente los pensaresJosé Jiménez Lozano, La querencia de los búhos
Y prosigo y descifro, aun con el cielo oscuro, sin saber lo que la salamandra ya sabía, “en Port Royal des Champs, en el tiempo de su persecución, aquellas mujeres acosadas ponían en el ataúd un papel escrito con una especie de queja ante el Tribunal de Dios, que era el único del que esperaban justicia. Y el papel estaba destinado a la perdición o a ser pasto de la infamia de los sepulcros, pero sabían muy bien que ni Dios, ni el mundo serían los mismos después de aquella queja. Aunque se mantuviesen en silencio, aquello era un diálogo”. Y aquí esta toda su esencia, porque es usted el que sabe que nada de un gesto es ajeno al mundo, aunque ni un solo lector tuviera, sabe y así vive que la creación sigue su curso y se alimenta de conciencias despiertas, de bellezas calladas, de estancias holandesas. Y esa es la alegría. Por supuesto que el mundo tras su paso no es el mismo, ni desde luego el mío.
Sus libros se han quedado mirándome. Rodeada de ellos no he sabido qué decirles. Espero que sean ellos los que, aunque mañana sigamos en silencio, prosigan el diálogo.
“Porque Magdalena sabe que no hay muerte. Esta muchacha es el único ser humano que sabe esto: que el amor existe verdaderamente y que toda la pesadilla de la historia, que los inocentes pagan con su sangre, acaba en el frescor y aire de una primera mañana en un jardín». Don José, nos vemos.
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