César Cervera | 20 de marzo de 2020
El coronavirus no es la primera gran epidemia que llega a Europa desde China. A lo largo de la historia, el lejano Oriente ha sido origen de grandes males, pero también de avances esenciales para la humanidad.
A principios del siglo XIII, arribaron a Europa rumores de un pueblo feroz venido de las entrañas de Asia, de la lejana China, que había arrasado a su paso a todos los príncipes y sultanes que se habían cruzado en su camino. Se contaban historias truculentas sobre saqueos, mutilaciones y hasta se dijo que estos guerreros bebían sangre humana.
Los bárbaros del norte de China no eran otros que los mongoles, el pueblo de Gengis Kan que se había conjurado para destruir las malvadas ciudades, fábrica de hombres débiles y pusilánimes. Acostumbrados a temer todo lo que venía del este desde tiempos romanos, los europeos llamaron automáticamente a estos guerreros los tártaros, porque los suponían originarios del tartarus, una especie de infierno de la mitología grecorromana. En algunas iglesias orientales todavía se implora en la letanía de los santos por que Dios libre «del furor de los tártaros». Que Dios libre al mundo de los demonios.
Para muchos sociólogos, parte del pesimismo que empapa la cultura europea hoy se debe al sentimiento de miedo al «peligro amarillo», el pánico a que un ejército, una epidemia o un desastre mundial se desencadenen desde Oriente y desmonten de un soplido los cimientos de nuestro mundo. La idea, bien justificada, por otro lado, de que la línea que nos separa de la barbarie es muy frágil y solo requiere de una pequeña ayuda para quebrarse.
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Occidente es oportunidades, y Oriente, horrores, o, en el mejor de los casos, decadencia. Relatos escritos europeos de las épocas romana y medieval describen con claridad la llegada desde Oriente de varias ráfagas de gripe y sarampión, de manera que estos gérmenes patógenos pudieron ser de origen chino o de Asia oriental. Entre 1346 y 1347, se propagó en Europa el brote de peste negra con mayor virulencia de la historia, procedente también de Asia. Cualquiera podía ser víctima de una enfermedad de la que se ignoraba el origen y no se conocía remedio.
En el año cero de esta pandemia, los habitantes de la ciudad comercial de Caffa, en la península de Crimea, se contagiaron de la enfermedad a través de los mongoles, que asediaron con brutalidad la ciudad y arrojaron sus muertos mediante catapultas al interior de los muros. Hasta ese momento, Europa había recibido con indiferencia los rumores de una terrible epidemia que se movía desde China, la India, Persia, Mesopotamia, Siria, Egipto a Asia Menor. Los mercaderes genoveses de Caffa llevaron consigo los bacilos hacia los puntos de destino, en Italia, desde donde se difundió por el resto del continente. Las grandes metrópolis italianas sirvieron como catapulta para que la pandemia se extendiera con rapidez por Europa y causara millones de muertos.
Sin embargo, cabe recordar que la peste y otras epidemias asiáticas no surgieron de China por decadencia o por ser una tierra atrasada, sino por todo lo contrario. China es la madre de las grandes metrópolis, uno de los mayores representantes del mundo urbano y, probablemente, la primera nación donde los cerdos fueron domesticados y luego adquirieron tanta importancia. Como sostiene Jared Diamond en su libro Armas, gérmenes y aceros, las epidemias surgieron cuando el hombre domesticó a animales como los perros, las vacas, los cerdos y las ovejas, cuya convivencia generó la aparición de enfermedades contagiosas como la peste bubónica. Incluso es más que posible que la primera gripe surgiera en China a través del contagio con los cerdos.
China ha traído lo peor a Europa y también lo mejor. Aunque resulten complicados de relacionar por ser dos conceptos tan distantes, fueron los salvajes descendientes de Gengis Kan quienes abrieron Europa a la Edad Moderna. La Pax tatarica condujo a China a uno de sus momentos de mayor esplendor cultural, unió comercialmente Europa oriental con las profundidades de Asia, rompió el bloqueo cultural que las guerras religiosas entre cristianos y musulmanes impusieron y puso los cimientos para que prendiera el Renacimiento en Italia.
¿Fue casualidad que, justo cuando los mongoles auspiciaron el comercio entre Asia y Europa, empezara de pronto la era de los inventos? Los chinos conocían la pólvora desde la Antigüedad, y la brújula y la imprenta desde la Edad Media (hacia 1403, ya se imprimían en Corea libros con caracteres móviles), de modo que no parece una coincidencia que justo nacieran y se criaran en ese ambiente el pintor Fra Angelico (1395), el inventor europeo de la imprenta, Johannes Gutenberg (1400), el navegante Cristóbal Colón (1451) o que la pólvora inundara los campos europeos en ese mismo siglo.
Sin mencionar que fue el comercio de especias el que alimentó la voracidad portuguesa por hallar nuevas islas y travesías navales. O que el arte renacentista conserve grandes similitudes con la pintura china: desde los fondos de paisaje, a la composición asimétrica y los movimientos acentuados… Europa debe a la ancestral cultura China bastante más de lo que está dispuesta a admitir.
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