Pablo González-Pola de la Granja | 01 de abril de 2020
Los principios propios del Ejército relativos a valor, disciplina, sentido de la responsabilidad y orden jerárquico han hecho de él un recurso imprescindible cuando las necesidades lo han requerido.
Con motivo de la pandemia que actualmente se cierne sobre España, estamos asistiendo a una notable actuación, en los intentos de control de la misma, por parte de las Fuerzas Armadas y de Orden Público. El Ejército muestra aquí, como en otras actuaciones en defensa de la población ante catástrofes naturales, su especial preparación, que no es más que el reflejo de su especialización para la defensa, en el sentido más amplio.
Al ver las imágenes de militares desinfectando instalaciones públicas y patrullando en las calles para evitar la propagación de la enfermedad, podríamos pensar que es esta una misión circunscrita a este momento que nos toca vivir, o que se debe a la reciente creación de unidades específicamente dedicadas a estas misiones, pero no es así. Los valores propios de la institución armada relativos al valor, disciplina, sentido de la responsabilidad y orden jerárquico la han hecho, a lo largo del tiempo, un recurso imprescindible cuando las necesidades lo han requerido.
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El empleo de fuerzas militares para evitar la expansión de las epidemias que asolaron Europa durante siglos es muy antiguo. Los soldados se desplegaban alrededor de las ciudades o zonas geográficas infectadas, disponiéndose en círculos concéntricos e impidiendo el paso de personas y mercancías que pudieran propagar los agentes causales de la peste morbo, la gripe o la fiebre amarilla. Tan solo se permitía la entrada de los víveres imprescindibles para que los habitantes confinados pudieran subsistir.
Sabemos, gracias a la investigación del profesor Joaquim Bonastra Tolós, que en la epidemia de peste negra que asoló Europa a mediados del siglo XIV, diezmando en un 50% a sus habitantes, la ciudad de Milán estuvo “sitiada”, de esta forma, por soldados. También en 1679 se consiguió evitar que la peste que se había declarado en Andalucía se extendiera a otros territorios de la península, mediante el empleo de soldados dispuestos en dos hileras custodiando el camino principal. Los retenidos en los controles se trasladaban a unos lazaretos, en forma de campo de refugiados, en los que pasaban, en no muy buenas condiciones, cuarenta días de observación. Si la detención era en la ciudad, se les enviaba a zonas especialmente preparadas de conventos religiosos.
Al referirse al cordón sanitario con el que se intentó atajar la terrible epidemia de peste que asoló Alicante y su provincia en 1802, Mercedes Pascual nos dice que fue semejante al que ya se había montado a mediados del siglo XVII en aquella ciudad. Se trazaba una línea marcada con estacas unidas entre sí por fuertes cuerdas y cordones de cáñamo, de ahí la denominación de cordón sanitario. Los soldados, bien armados, se situaban en torno a esta línea y custodiando una especie de puertas que denominaban “puntos de barraca”, a las que únicamente tenían acceso aquellos confinados que podían demostrar que estaban libres de la enfermedad, por medio de una célula, normalmente firmada por el cura párroco de su localidad de origen.
Será uno de los objetos principales de la Brigada emplearse en socorro de la Humanidad, en cualesquiera aflicción públicaReglamento de la Brigada de Artillería Volante del Real Cuerpo de Guardia de Corps, s. XVIII
Las tropas que formaban el cordón pertenecían al regimiento de Infantería “América”, al mando de D. Pedro de Buck y O’Donnell, gobernador militar de Elche, y, en ocasiones, tuvieron que reprimir con contundencia los intentos de eludir el confinamiento de quienes no estaban autorizados para ello. Los detenidos eran castigados con pena de 200 azotes y hasta diez años de trabajos forzados en el puerto de Alicante.
Para las autoridades militares era una preocupación el mantenimiento de estas tropas con una línea de despliegue tan amplia, lo que provocó no pocas quejas por los problemas de avituallamiento de la tropa.
También, como en nuestros días, la Armada española se involucraba en estas operaciones de control sanitario, tal y como apunta Pere Sala. En la epidemia que en 1820 se declaró en Mallorca, las autoridades navales militares tenían orden de patrullar cerca de la costa para evitar la salida de barcos. Si alguna embarcación, con personas a bordo, intentaba saltarse la orden de confinamiento riguroso, los marinos de guerra tenían instrucciones para hundirlo incluso, si fuese preciso.
Es interesante comprobar cómo se asemejan las prescripciones sobre prevención de contagios de ayer y hoy. Por ejemplo, en las terribles epidemias de fiebre amarilla que se cebaron en 1800 y 1804 en las provincias andaluzas de Cádiz y Granada, tal y como nos cuenta la profesora Herrero. El capitán general, representante del poder real en la provincia y presidente también de la Audiencia, dicta una serie de normas para evitar las reuniones muy concurridas y la difusión de los contagios. Pero las protestas populares contra estas medidas fueron especialmente intensas cuando se pretendió suprimir las celebraciones religiosas, las procesiones y los entierros en las capillas dentro de la población.
Hoy nos resulta muy novedosa y práctica la Unidad Militar de Emergencias, la UME, que está soportando el mayor peso en la lucha con la pandemia actual, sin embargo, existe un antecedente de dicha unidad nada menos que a finales del siglo XVIII. Entre las reformas ilustradas del Ejército, que puso en marcha Manuel Godoy, se encuentra el encargo que hizo al coronel Vicente Maturana al poco de terminar la guerra de los Pirineos. Se trataba de organizar un cuerpo especial, la Brigada de Artillería Volante del Real Cuerpo de Guardia de Corps, cuyo reglamento fue aprobado el 20 de febrero de 1797. En él podía leerse lo siguiente: “Será uno de los objetos principales de la Brigada emplearse en socorro de la Humanidad, en cualesquiera aflicción pública, y especialmente en apagar incendios, ocupándose de los trabajos de más riesgo y confianza”.
Vemos hoy, con satisfacción, el esfuerzo y la entrega con los que se emplean los hombres de las diferentes unidades militares que intervienen en el control de la pandemia. Y resalta, especialmente, la confianza que trasmiten los altos mandos responsables cuando se expresan públicamente, mostrando la eficacia de una estructura jerárquicamente organizada y marcada por la unidad de mando.
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