Antonio Olivié | 28 de marzo de 2020
La soledad del papa Francisco ante una plaza de San Pedro desierta y lluviosa refuerza su mensaje: abrazar la esperanza y reconocer nuestra fragilidad.
Roma (Italia) | La escena de un líder religioso solo, que habla ante una plaza vacía, ha sido probablemente uno de los eventos más seguidos en directo en todo el mundo. Los datos de audiencia, tanto en televisión como en Internet, son abrumadores. En España, tan solo a través de 13TV fue seguido por más de un millón de personas. Récord histórico en esa cadena. Mientras que, en Italia, lo vieron en directo 8,6 millones de espectadores. ¿Cómo se explica?
Si hay algo claro en esta crisis del coronavirus es el interés por volver a lo esencial. Forzados por la adversidad, recluidos en casa, amenazados por un enemigo invisible, ha llegado el momento de las grandes preguntas. “La tempestad -señalaba el papa Francisco desde San Pedro- desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades”.
En plena tormenta, con apenas 11 grados de temperatura en Roma, he de confesar que temía por la salud de este hombre de 83 años vestido de blanco. Pero parecía que a él no le afectaba el tiempo tanto como a otros. “Con la tempestad -decía el Papa- se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos, siempre pretenciosos de querer aparentar. Y dejó al descubierto, una vez más, esa pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos, esa pertenencia de hermanos”.
Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. pic.twitter.com/tzokgbEjvm
— Papa Francisco (@Pontifex_es) March 27, 2020
La imponente plaza de San Pedro, que diseñó Gian Lorenzo Bernini, fue el marco ideal para un mensaje que merece ser grabado en mármol. Es modelo de una obra humana que invita a la transcendencia, a admirar la majestuosidad divina a través de la genialidad humana. Ahí, en ese marco, el Papa quiso valorar la labor de personas corrientes, pero que transmiten algo divino en su actividad. Son “esas personas comunes que no aparecen en portadas de diarios y revistas”, pero que “están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, reponedores de supermercados, limpiadoras… y tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo”.
Es, a mi juicio, la frase esencial de su discurso: “Nadie se salva solo”. Y ahí el Papa hablaba a católicos, cristianos y ateos. Era un mensaje inclusivo, nada autorreferencial. Y por eso tiene más valor. No estaba apelando a la supervivencia de su grupo, está llamando a una solidaridad universal. “No somos autosuficientes. Solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas”. Es una de las claves del atractivo que tiene el papa Francisco, que abre los brazos a todos y que no habla para defender un interés personal, una posición, una institución concreta. Dirige su mirada a Cristo y abre los brazos junto a la cruz, en un momento de sufrimiento común.
La autoridad moral del papa Francisco en estos momentos es indiscutible. Y lo es porque no la busca. Porque no le interesa quedar bien o seguir una estrategia. Mira de frente a la gente, pide perdón por sus propios errores, y dice lo que cree que puede hacer bien a los demás, a toda la sociedad.
Si algo busca el Papa es que, al abrazar la cruz, seamos capaces de “abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que solo el Espíritu es capaz de suscitar”. Y esta luz del Espíritu nos debe mover a crear “espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, fraternidad y solidaridad”.
En medio de una plaza vacía, en la que el repicar de campanas se confundía con el de las sirenas de ambulancia que se dirigían al Hospital de Santo Spirito in Sassia, en la ribera del Tíber, el Papa presentó un programa universal. Lo hizo mientras caminaba cojeando, mostrando la propia debilidad. Una fragilidad frente a la tormenta que reforzaba la verdad de su mensaje: “Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe que libera del miedo y da esperanza”.
En este enlace podrás acceder a la meditación pronunciada por el Papa durante la oración extraordinaria ante la crisis del coronavirus.
Las celebraciones religiosas se han suspendido en toda Italia, pero los templos permanecen abiertos para la oración. En estos momentos de temor e incertidumbre, hay un espacio para la reflexión y la contemplación.
Alejandro Manzoni habla en «Los novios» sobre la peste que asoló Milán en el siglo XVII y que recupera actualidad en esta Cuaresma en cuarentena.