Ricardo Calleja | 06 de abril de 2020
Aunque ahora es necesario concentrarse en evitar los “males comunes”, y “aplanar la curva” parece una necesidad, no podemos dilatar la necesaria reflexión y deliberación sobre quién queremos ser.
En la crisis del coronavirus la ciencia no puede decidir y los expertos no deben tener la última palabra. Esto en realidad vale para cualquier problema social. Esta posición, que responde al que podemos llamar “paradigma de la prudencia”, resulta hoy chocante, polémica, contraintuitiva, porque estamos instalados en lo que el papa Francisco ha llamado en su encíclica ecológica el “paradigma tecnocrático”. Pero nada tiene que ver con un supuesto populismo irracional.
Mi argumento central es que la técnica iluminada por la ciencia (sea la economía, la virología o la psicología) solo puede aportarnos conocimiento sobre los medios más eficaces y eficientes para alcanzar un resultado. Pero nada puede decir -al menos, nada científico- sobre la conveniencia moral o política de buscar un fin determinado, y de cómo se articula ese fin con los demás bienes deseables para la vida individual y comunitaria. A la ciencia y a los expertos les puede corresponder una cierta auctoritas (“saber socialmente reconocido”, en definición del romanista Álvaro d’Ors), pero solo al gobernante y a los representantes les corresponde el “poder socialmente reconocido” (potestas): el derecho y el deber de decidir.
El lenguaje tecnocrático tiende a dar los fines por supuestos, como si hubiera un consenso espontáneo y universal. Y los reduce a una sola dimensión que pueda medirse, porque eso es lo que sabe hacer bien. Pero la relación entre los fines y la técnica no es tan sencilla como que esta última se ponga al servicio de las preferencias expresadas por individuos o sociedades. La técnica, aunque es fundamentalmente instrumental, no es sin embargo neutral. Ni en sentido moral, ni cultural ni político.
Como escribe el papa Francisco evocando a Romano Guardini: “Hay que reconocer que los objetos producto de la técnica no son neutros, porque crean un entramado que termina condicionando los estilos de vida y orientan las posibilidades sociales en la línea de los intereses de determinados grupos de poder. Ciertas elecciones, que parecen puramente instrumentales, en realidad son elecciones acerca de la vida social que se quiere desarrollar” (Laudato Si, n. 107). Hay en la mentalidad tecnocrática un sesgo cognitivo, sí, pero también un sesgo socioeconómico: un modo interesado –aunque sea de modo inconsciente- de ver el mundo.
Parte del problema, que puede observarse en la respuesta al coronavirus, es que el paradigma tecnocrático se traduce en una mentalidad managerialista, que pretende poder medir, cuantificar y resolver cualquier problema. De modo metafórico: pensamos que toda ola se puede surfear, y esto nos impide ver que algunas olas son un tsunami. Y si es el caso, no hay que pararse a mirar cómo abordarlo, sino aceptar cuanto antes que seguramente tirará abajo nuestro hotel en la costa, y que lo único razonable es correr a retirarse en terreno elevado con los seres queridos y algunas cosas esenciales.
Otro problema que el paradigma tecnocrático no puede resolver es el de la apertura de las conclusiones científicas, siempre susceptibles de falsificación, pues difícilmente hay consenso entre expertos del mismo campo, al menos en cuanto a los detalles. No digamos entre campos metodológicos diversos, poblados por individuos hiperespecializados que no pueden dialogar con rigor entre sí, ni tampoco ofrecer una síntesis sapiencial que ofrezca verdadera orientación.
¿Significa esto que estamos abocados a la irracionalidad, a la arbitrariedad y la manipulación? Desde luego es un peligro siempre presente, también -especialmente- cuando esa falta de criterio se disfraza con la bata blanca de supuestos argumentos científicos. Pero existe otra racionalidad que gobierna las decisiones personales y colectivas. Es la racionalidad práctica, que -en terminología clásica- es perfeccionada por la virtud de la prudencia. Esta sabiduría práctica lleva a acertar con los medios adecuados a los fines. No en el sentido de que sean eficaces para alcanzar un resultado deseado (esto sería la razón meramente instrumental), sino en el sentido de que ponga el orden adecuado en la cadena de acciones e intenciones.
Pero la prudencia tampoco se basta a sí misma para determinar qué debemos hacer, pues no se inventa los fines últimos de la vida humana. Es necesario otro ejercicio de la inteligencia, capaz de conocer el bien: los fines de la acción, los primeros principios de la razón práctica, los bienes básicos de la vida humana. Entre otros, se suelen mencionar: el conocimiento, la amistad, la familia, la comunidad cívica, la religión, etc. Bienes comunes que cultivamos junto a otros mediante el ejercicio de las virtudes. A la vez, estos bienes básicos admiten ilimitadas articulaciones, en forma de modelos o estilos de vida alternativos. También excluyen algunas acciones y muchos estilos de vida dañinos para esos bienes.
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La elección del modelo de vida es una opción fundamental propia de la prudencia, pero que se constituye después en fin al que orientar y desde el que valorar las demás acciones. Las acciones personales y sociales no pueden ser juzgadas desde normas morales universales y abstractas, con una “perspectiva de la tercera persona”.
No hay por eso un único modo de resolver “bien” la crisis del coronavirus. No me refiero solo a que hay prioridades alternativas (reducir los muertos, minimizar el impacto económico, cargar el peso económico sobre este o aquel grupo social o país, etc.) y diversas estrategias posibles para alcanzarlas. Quiero decir que hay diversos modelos de sociedad y de vida razonables a los que esas estrategias deberían servir. Y la elección entre estos modelos no es cuestión científica, ni tiene una única respuesta global.
Con el paso de los días vamos viendo cómo van poniéndose de relieve los distintos modelos de sociedad, con su propia jerarquía de bienes, a veces radicalmente incompatibles entre sí. Las ideologías ofrecen diagnósticos y vías de solución conflictivas -acaso irreales-, y entre las distintas culturas se perfilan puntos de desencuentro, como la distinta valoración de la vida dependiente en Holanda, o la distinta concepción de qué hace valiosa la actividad económica, por ejemplo.
Aunque en la fase actual será necesario concentrarse en evitar los “males comunes”, y “aplanar la curva” parece una necesidad, no podemos dilatar la necesaria reflexión y deliberación sobre quién queremos ser. Porque, hagamos lo que hagamos, estaremos determinando el tipo de sociedad que seremos. O –quizá- lo estarán decidiendo otros, en su propio interés y, desde luego, proyectando sus propias preferencias. No dejemos que decidan los “expertos”.
Se trata de un virus aviar que produce síntomas respiratorios parecidos al catarro, que pueden desembocar en neumonía, y que ya ha alcanzado una tasa de mortalidad cercana al 2%.
Con el coronavirus hay que entender que no estamos ante una catástrofe planetaria de película, pero tampoco ante una simple gripe que se cura con paracetamol.