Carmen Sánchez Maillo | 14 de abril de 2020
Millones de familias, sin distinción de clase o pertenencia política, han sentido la necesidad de proteger a los mayores, de tomar medidas excepcionales y paliar su debilidad.
Uno de los primeros e inesperados frutos de esta pandemia es un afloramiento vertiginoso, radical e imparable de una antigua virtud aparentemente mortecina en Occidente. La Pietas romana, silenciada durante décadas en el discurso público y político, resiste enraizada en el presente de millones de personas como una devoción oculta y blindada, pues es la virtud familiar por excelencia, la que procura cuidado y veneración a los padres, mayores o enfermos para suplir su flaqueza y asistir su debilidad. Pese al discurso dominante de décadas, minando las bases familiares, promoviendo el individualismo y dejando de lado toda promoción de la familia, que la piedad familiar no haya desaparecido y que resista con tanta fortaleza es un signo que debe ser tenido en cuenta.
Ciertamente, los ancianos han sido el blanco principal, los atacados con más saña y dureza por la epidemia y ello les ha devuelto parte de su valor, de su verdadera y esencial importancia en la sociedad, lugar del que nunca deben ser desplazados en una civilización que merezca sobrevivir. Centenares de miles familias, sin distinción de clase o pertenencia política, han sentido la necesidad imperiosa de protegerlos, de tomar medidas excepcionales en esta situación y paliar su debilidad, tratando de compensar sus esfuerzos de toda una vida. Todos, cuando preguntan a sus amigos y conocidos por su estado, incluyen, invariablemente, a sus padres o abuelos. A los que los hayan abandonado o desentendido les resultará difícil evitar el remordimiento; el mensaje potente y bondadoso de este movimiento general pone en evidencia el egoísmo, desnuda las conciencias y agita los corazones.
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Una vez pase la marejada de la pandemia, no va a ser tan fácil tratar de vender, de nuevo, la eutanasia como una muerte digna, cuando millones se han movilizado para proteger a los más débiles y vulnerables de esa “digna” compañera de la que todos huyen cuando de verdad se acerca. Desde luego, lo intentarán. Holanda y Bélgica, la más negra vanguardia de la cultura de la muerte, ya han hecho declaraciones oficiales reprochando a los países mediterráneos el excesivo cuidado para con los ancianos y han tomado medidas sanitarias en ese sentido: los ancianos no son bienvenidos en los hospitales.
Es difícil sentirse parte de una Europa que alberga y promueve la peor mentalidad darwinista, la adoptada por el III Reich, y que revive como otra pandemia ideológica en los Países Bajos y en otros nórdicos. ¡Qué poco han aprendido del no tan lejano pasado europeo! De seguir así, pasarán de la civilización europea a la barbarie tánato-capitalista, que los engullirá sin remedio.
La vuelta a la normalidad va a encontrar una sociedad herida, más fuerte quizás tras el primer embate de una formidable epidemia, pero más envejecida que nunca y sin posibilidad cercana de recuperar el reto de regenerar las generaciones que se van. Esta sociedad deberá abandonar el idiota e imprevisor culto a la juventud, la insensata promoción de la muerte a través del aborto y la eutanasia, y reconocer a la experiencia y la madurez como fuente de liderazgo para asegurar su supervivencia, rindiendo el homenaje a las generaciones que nos precedieron y que, cercanas a su ocaso, deben de recibir el premio a su merecido y callado esfuerzo.
Solo el cuidado y promoción de la vida, desde su concepción hasta su final, hace que una sociedad merezca y obtenga su supervivencia. Esta es una lección de esta hora, conviene proclamarla, exige ponerla en práctica y sin demora.
El jefe de Sección de Cardiología del Hospital Gregorio Marañón aporta argumentos bioéticos y científicos que evidencian que la legalización de la eutanasia que pretende el Gobierno es inaceptable.
Los estudios para encontrar una vacuna, la mejora de los tratamientos, la llegada del calor… hay motivos para la esperanza frente al coronavirus.