José María Contreras Espuny | 09 de abril de 2020
Ciñéndonos al acto de parir, ¿seríamos como los animales? No. ¿Por qué? Porque nuestras hembras dan a luz con extrema dificultad.
Cada vez que mi abuelo manifestaba su intención de dormir en otra habitación con el pretexto de operar al día siguiente, mi abuela invariablemente le preguntaba si el bebé que tanto le molestaba era acaso hijo del prior del Carmen.
Hace unos setenta años de aquello, pero como el prior carmelita continúa libre de sospecha, los padres oficiales seguimos apechugando. Y ya no basta con acompañar las madrugadas delirantes del recién nacido, sino que, como penitencia por haber fecundado, se añade ahora la obligación de presenciar el nacimiento de la criatura. En lugar de mordisquear un puro a muchos metros de distancia, hemos de estar ahí, medrosos, superfluos, intentando parecer reverentes en el sanctasanctórum de una religión que no es la nuestra. Lo sé porque me ha pasado tres veces, aunque en las dos primeras –una por cesárea, otra por complicaciones– no pude asistir al alumbramiento. Esta vez sí. Y me alegro: es algo digno de ver.
La matrona se acuclilla como el tipo ese que en el béisbol se pone frente al bateador. Instrumentos lacerantes e impacientes se reparten por el paritorio y cruzan los dedos para que la cosa se complique. La lámpara quirúrgica emite un vigoroso rayo de luz por el que suben y bajan livianas, poéticas motas de polvo. Una enfermera dice que le parece fatal lo que fulanita escribió anoche en el grupo de WhatsApp: “No era el momento ni el lugar”, explica. Se me escapan los detalles porque, en ese momento, la matrona apremia a Matilde: “Empuja, empuja, empuja…”, y la cabeza de la niña sale como si la hubieran guillotinado. ¿El resto? Coser –un poco– y cantar.
Aquello me impactó tanto que llevo semanas dándole vueltas: me cuesta delimitar la naturaleza de lo que presencié. Leo, reflexiono y me pregunto cuánto de espiritual y cuánto de animal tiene el dar a luz; cuánto tiene de epifanía un menester que, desde el plano fisiológico, es como hacer de vientre, por más que el resultado no sea el mismo.
Conozco mi obligación, por eso he intentado verlo a través de Juan Pablo II y su teología del cuerpo; he rebuscado claves en Fabrice Hadjadj y su trascendencia sucia y remangada. Pero me cuesta. Probablemente el nacimiento de un cuerpo a través de otro produzca un destello divino, pero para verlo hace falta una vista mejor que la mía.
Lo que sí salta a la vista es que somos vivíparos, como las cabras, las vacas y las hienas. Para colmo de semejanzas, leo que en el Tíbet la madre pare al niño y, acto seguido, lo limpia a lengüetazos; no en vano llega pegajoso de nutrientes. Luego, eso sí, lo embadurna con mantequilla de yak, pues hasta en el Tíbet están corrompidos por la cultura. Pero no hay que irse tan lejos, mi abuela, a quien citaba más arriba, me cuenta que, a la hora de dar a luz, la rodeaban con un rosario de semillas de ciprés, que se lo clavaban en la espalda y le hacían tragar sellos de santos –“santitos” los llama ella– con cada contracción.
Pero quitemos la cultura, también la tecnología. Ciñéndonos al acto de parir, ¿seríamos como los animales? No. ¿Por qué? Porque nuestras hembras dan a luz con extrema dificultad. Contemplas el parto de tu mujer, te rascas la barbilla y piensas: “Esto no es normal”. Es atroz.
¿Quién tiene la culpa? Eva la tiene. “Parirás a los hijos con dolor”, tronó el Creador en el Génesis y, desde entonces, los niños nacen entre grandes suplicios. Los varones, por su parte, fueron condenados a ganarse el pan con el sudor de su frente; maldición que, sin embargo, las mujeres han querido reclamar también para sí. Y quizá, ahora me doy cuenta, de ahí que se nos pida estar en el parto. Si ellas comparten la condena de Adán, se dirán, en un silogismo bastante femenino, que ellos presencien la de Eva.
Echo mano de un libro de antropología y, aunque es reciente, parece no haberse enterado aún de lo sucedido en el Edén; error de documentación que, se mire por donde se mire, lastra sus conclusiones. Los autores, que son dos, aseguran que las mujeres son un instrumento inconveniente para dar a luz desde el Plioceno, cuando nos enemistamos con la naturaleza para andar sobre dos extremidades. Pareció una buena idea hasta el primer parto. Entonces se vio que aquello implicaba una serie de transformaciones anatómicas que hacían del embarazo una temeridad. Las mujeres quisieron volver al estado cuadrúpedo, lógicamente, pero los hombres inventaron el patriarcado para impedírselo.
Sea por Eva, sea por el Plioceno, ahí está el hiato entre el hombre y el resto de animales. Tantas son las complicaciones y tan incompetente el cuerpo a la hora de alumbrar un niño, que algo raro, se sospecha, hubo de ocurrir, algo antinatural. Y entonces se congrega la comunidad alrededor de la parturienta y la auxilian y la animan y le dan a comer sellitos de santos en un proceso de dar la vida que puede reclamar la suya propia. Se diría que el parto se ha complicado tanto que ha acabado por espiritualizarse.
Nota: para contrastar mi teoría, he pedido a Matilde que leyera estas líneas. Tras corregir dos faltas de ortografía –yo las llamo erratas– y moverme tres comas, ha asegurado que he escrito una sarta de tonterías y que “el parto duele y ya está”. Eso lo piensa porque no ha leído a quien tiene que leer y se ha puesto a parir a lo loco, desinformada.
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