Jesús Montiel | 12 de abril de 2020
Después de muchos años, he comprendido qué pintaba yo dando catequesis a los niños de primera comunión aquel único año: que Lucía, un milagro de seis años, me mostrase lo que significa la oración.
Me enseñó a rezar Lucía, un milagro de seis años. Ese día llegué a la sala parroquial abatido, presa de la angustia. Aun así, yo sabía que no todo estaba perdido: no es lo mismo sufrir sin una espera que con un horizonte escondido en un pliego del alma, como un mapa arrugado. Los niños de catequesis realizaron los ejercicios de un libro de texto donde se decían demasiadas cosas acerca de Dios, todas edulcoradas. Jesús, recuerdo, era retratado como un señor con una barba bien peinada y el rostro amigable. La túnica, como en un anuncio de lejía. Los adultos viven de espaldas a la muerte y por eso quieren esconder a los niños lo que a ellos les horroriza. Los niños, sin embargo, no tienen miedo de lo incomprensible ni esquivan el misterio.
Al acabar la sesión, una puerta del cielo se abrió de golpe, aunque yo lo ignorase. Como era costumbre, cada niño extendió sus manitas en el momento de las peticiones y habló en voz alta. Lucía, al llegar su turno, pidió que su madre volviera a caminar. Al parecer, tras un parto complicado, quedó postrada en una silla de ruedas. Desde que ella nació. Yo escuché su petición conmovido, pero sin ninguna esperanza en que eso que pedía fuera algún día realizable.
Mi vida siguió después. Dos, tres semanas, y otra tarde, en la misma sala parroquial, Lucía dio las gracias durante las peticiones. Mi madre ha vuelto a caminar, dijo. Le pregunté cómo era posible y me respondió que porque, como yo les había dicho, todo lo que pedimos a Dios es escuchado. Incrédulo, le pregunté si antes no caminaba un poco, pensando que todo aquello era fruto de su fantasía infantil. La niña me aseguró una vez tras otra que era cierto. Para Dios no hay nada imposible, me dijo sonriente, usted lo dijo. A la salida, cuando los otros niños se dispersaban como canicas por el patio del colegio, pude ver a la madre de Lucía. No me atreví más que a saludarla de lejos, entre la barahúnda. Pero ella me llamó. Y me dio las gracias. ¡A mí! Me fui con una locomotora dentro del pecho, sabiendo que aquella tarde nunca se se detendría.
Solo después de muchos años he comprendido qué pintaba yo dando catequesis a los niños de primera comunión aquel único año. Yo nunca me he sentido cómodo en la cabeza del pelotón, siendo el que dirige. Siempre me enfrento a mis alumnos con el miedo de que un día descubrirán que no puedo enseñarles nada porque soy un impostor. Si estuve ese año allí, he comprendido, fue para ser enseñado por Lucía. Para que Lucía, un milagro de seis años, me mostrase lo que significa la oración. Antes de Lucía, mis padres me enseñaron el padrenuestro, el credo, los oraciones dedicadas a María. Pero Lucía me enseñó que rezar no es una fórmula aprendida.
Mientras que las oraciones que hacemos de adultos parecen agua embotellada, las de Lucía fueron agua mineral brotando de una roca. Ella pidió de una forma natural, sin la escarcha de la duda en la lengua. Ella fue escuchada porque habló alojada en las entrañas, más abajo de la cabeza, en el lugar del corazón. Gracias, Lucía. Seguramente seas en la actualidad una veinteañera, pero en mi corazón sigues detenida, tienes seis años, te miro dentro de una sala con otros sabios de no más de metro y medio. Eres el templo al que regreso cuando me envuelve la oscuridad.
No escuchamos la realidad porque la manipulamos. Es decir, usamos las cosas para nuestros propios fines.
Hay sucesos de nuestra vida, los más importantes, que nadie comprenderá por más que nos expliquemos.