Pablo Sánchez Garrido | 15 de abril de 2020
A simple vista, el coronavirus ha confinado a las personas en sus hogares y a los países dentro de sus fronteras. Sin embargo, esto manifiesta la radical interdependencia global y local que es constitutiva de nuestras sociedades.
Hace tiempo que se plantea si estamos en una época de cambios o más bien en un cambio de época; pregunta obligada a cualquier filósofo o ensayista social. La crisis del coronavirus ha decantado decisivamente la cuestión hacia un cambio de época, que entre otras cosas constata la fractura del “viejo” paradigma liberal de la independencia individualista –tan propio del hombre moderno– ante el paradigma emergente de nuestra radical y constitutiva inter-dependencia.
Una interconexión transversal a los ámbitos global, nacional, local e individual, así como a las dimensiones de lo político, lo económico, lo ético, lo biológico, lo digital…. Pero, ojo, interdependencia para bien y para mal. El filósofo Alasdair MacIntyre hizo de nuestra inter-dependencia y vulnerabilidad una recuperable propuesta de reflexión antropológica y sociopolítica, más allá de Foucault y de este clímax de su “biopolítica”.
A simple vista, la pandemia del coronavirus ha confinado a las personas en sus hogares y a los países dentro de sus fronteras. Nos ha recluido y paralizado, y en muchos casos ha hecho aflorar conductas egoístas e irresponsables, tanto en individuos como en Gobiernos –junto a otras abnegadas y solidarias–. Sin embargo, esto no es sino la cruda manifestación de su reverso: la radical interdependencia global y local que es constitutiva de nuestras sociedades (pos)modernas y posliberales.
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Nunca como ahora podemos decir que cuando China estornuda Occidente coge la gripe, y no solo en el sentido literal del virus, también en el económico, social, político, e incluso en el estrictamente individual de nuestros propios hogares. Antes, la interdependencia global era un fenómeno que afectaba a instancias macrosociales y políticas, o a las grandes empresas; ahora ha entrado bruscamente en nuestras casas.
Sin embargo, la falta de conciencia de nuestros gobernantes sobre nuestra vulnerable interdependencia –el pensar que era un virus de otros continentes o naciones– nos ha hecho mucho más frágiles y se ha cobrado miles de vidas. A ello se suma la escasa coordinación internacional y la ineficacia de los organismos internacionales, comenzando por la OMS.
Todo esto es algo que deberán reflexionar (geo)políticamente los países occidentales (sin olvidar que China sigue siendo un país comunista y que hay incógnitas sobre el origen del virus). Pero esta crisis revela también en el plano individual el punto crítico de una interdependencia social que está tanto en el origen de la pandemia –propagada por la globalización turística y comercial– como en su remedio, que nos exige una psicología comunitaria y una acción colectiva. Por no hablar de la ejemplar entrega que protagonizan los sanitarios, de quienes dependemos vitalmente en la pandemia y cuya conducta heroica es inexplicable en términos estrictamente individualistas.
Se puede objetar que todo esto es tan viejo como el cacareado proceso de globalización que ya anticipó Kant, en lo político, o Marx, en lo socioeconómico; o incluso la religión católica, como primera religión global o universal. También los problemas medioambientales, el terrorismo global, los procesos internacionalistas, o la propia revolución tecnológica de Internet vienen incrementando nuestras interdependencias positivas y negativas desde hace varias décadas. Sin olvidar otras dos crisis globales: la crisis financiera de 2008 y la crisis terrorista post-11S. Pero la crisis del coronavirus marca un hito histórico que probablemente catalice este macroproceso, comenzando por el nivel micro de nuestra propia vida cotidiana.
Así, toda esta crisis viral, una vez superado el duelo por los fallecidos y la subsiguiente crisis económica, afectará a nuestra cotidianidad. No será una crisis más. Aunque logremos volver a nuestra “vida cotidiana” –que lo haremos–, algo se habrá roto; en cierto modo, ya nada será igual, comenzando por el miedo a otra pandemia.
Entre otras cosas, se habrá herido de muerte ese monopolio individualista de “la mano invisible” –cada uno “a lo suyo” y así lograremos bienestar colectivo–, pues ahora ya es irreversiblemente patente que todos dependemos de todos, que estamos “en un mismo barco” que zozobra con tripulaciones individualistas. Habrá conatos de repliegues individualistas o nacionalistas, o incluso de sociofobia –miedo a “los otros”–, pero, en definitiva, todo esto nos empuja hacia el paradigma posliberal de la interdependencia, representable asimismo por la metáfora de la red, de una hiper-red intangible y gigantesca.
Estamos todos interconectados, lo sepamos o no, lo queramos o no, a través de miles de redes intangibles que configuran de un nuevo modo nuestras sociedades y que nos unen en lo bueno y en lo malo. Inter-net (red en inglés) es una red de redes, la economía funciona en red, las relaciones entre los individuos cada vez están más mediatizadas por las redes sociales; las relaciones profesionales se configuran como “net-working”. El mismo globo terrestre se ha “reducido” enormemente, gracias a la expansión y abaratamiento de redes internacionales de transporte.
Sería conveniente aplicar esta interdependencia a la reflexión entre lo público y lo privado desde la superación de la dicotómica mentalidad ideológica
No estoy apuntando tanto hacia un ideal normativo al estilo de los gurús del globalismo internacionalista, o de las Declaraciones de Interdependencia; estoy hablando más bien de una condición antropológica y de un factum sociopolítico irreversible viralizado por la COVID-19, del que ignoro su balance entre lo positivo y lo negativo. Entre sus riesgos está, por ejemplo, que esta crisis pueda servir de pretexto para justificar biopolíticas colectivistas, autoritarias y liberticidas, o que regímenes, como el comunista chino u otros análogos, aprovechen para justificar sus despotismos estatistas. También la “dictadura global”, el desbordamiento del control y manipulación digitales, o el crecimiento del despotismo democrático que profetizó Tocqueville. Entre lo negativo de la interdependencia internacional también destaca su ideologización progresista y su rechazo reaccionario.
Entre los aspectos positivos, puestos a hacer de la necesidad virtud, estaría la oportunidad de superar una mentalidad reductivamente individualista desde el re-conocimiento de la unidad del género humano y la apertura a modelos más cooperativos e intercomunitarios de sociedad civil y de participación cívica. Pero, cuidado, también cabe un nuevo “individualismo plural” que instrumentalice egoístamente dicha interdependencia, así como la degeneración de comunidades en facciones…
En lo político, sería conveniente aplicar esta interdependencia a la reflexión entre lo público y lo privado desde la superación de la dicotómica mentalidad ideológica. Esta es una de las lecciones que deberíamos sacar de esta crisis: la necesidad de un modelo de interdependencia público-privado, frente a la defensa unilateral de lo público, que algunos están haciendo desde el socialismo, y frente a la defensa unilateral de lo privado, que otros se están haciendo desde el individualismo liberal.
Hay que replantear desde la interdependencia la vieja dialéctica público vs. privado hacia un alianza que refuerce ambas dimensiones y que amplíe nuestra visión de lo público, que no es reducible a lo estatal; y de lo privado, que es no reducible al lucro mercantil. Igualmente respecto al debate libertad/seguridad, ecología/economía, hombre/mujer, sociedad civil/Estado; o a la desideologización de propuestas como la Ética Mundial, el Derecho Global o el Gobierno Mundial, pero en el sentido iusnaturalista de nuestra Escuela de Salamanca.
Es crucial afrontar las múltiples interdependencias negativas y positivas que este nuevo paradigma nos pone delante cada vez con más fuerza. Es hora, en definitiva, de (re)pensarnos como sujetos y como sociedad desde nuestra radical interdependencia vulnerable. Y, por supuesto, desde nuestra dependencia trascendental como criaturas.
En España, la crisis del coronavirus ha destapado ineficiencias del sistema e ineptitudes de los líderes políticos, pero también hemos visto casos ejemplares de otros modelos de eficiencia.