Armando Zerolo | 14 de abril de 2020
Hay épocas que son sábados, y sábados que son santos. Épocas en las que no sucede nada, en las que un gran silencio recorre el Mundo y la soledad nos embarga el corazón.
Hay épocas que son viernes, llenas de promesas, y meses que también lo son, como abril y mayo. Hay épocas de domingo, de ropa nueva y aperitivo por costumbre, de una tarde sombría más llena de lunes que de sol. Son atardeceres del tiempo, de horas cumplidas y vidas satisfechas. Y hay sábados que son épocas, largos y espesos como los mediodías de agosto. Se esperan los sábados porque no hay nada que hacer, porque es el día que no es ni semana, ni lunes, porque es el día en blanco, el trozo de barro amorfo en nuestras manos.
En los días de la semana solo hay un sábado, porque dos serían demasiado. De lunes a viernes vivimos para el sábado, porque el sábado es para el hombre. El domingo nos retiramos, agazapados y contraídos como la fiera antes de abalanzarse sobre su presa. Cazadores de lunes, somos devoradores de tiempo. Masticamos con fruición las horas, devorando los instantes con esa hambre que no permite el disfrute, y que solo invita a siesta. El reposo después del empacho es el premio de los glotones, que disfrutan cuando la fiesta ha terminado. Cazadores cazados, creían perseguir la presa y era ella la que los perseguía a ellos. Es el círculo vicioso que traza el perro persiguiéndose la cola o la pescadilla rebozada que yace en el plato. Movimientos frenéticos que no dejan huella y van a morir a los sábados, que son esos enormes cementerios del tiempo.
Hay épocas que son sábados, y sábados que son santos. Épocas en las que no sucede nada, en las que un gran silencio recorre el Mundo y la soledad nos embarga el corazón. Son enormes pausas que nos hacen vivir dentro de una imagen congelada y que, sin embargo, vivimos con enorme agitación. Los ritos que vertebran la vida desaparecen y las rutinas se dilatan y se confunden. Ni trabajamos, ni dejamos de trabajar; ni dormimos, ni dejamos de dormir. Es difícil amar e imposible dejar de hacerlo. Necesitamos contarnos historias y nos faltan argumentos. Repetimos lo pasado, y lo evocamos una y otra vez para sentirnos vivos. Cada vez mandamos menos fotos a los amigos, menos textos y menos palabras. Será por eso que el mensaje de auxilio es breve, la mínima expresión, un sencillo SOS, porque para pedir ayuda no hace falta decir mucho, no hay que explicar nada: “Te necesito”, y punto.
En el sábado santo muere la carne y el espíritu desciende a los infiernos. La vida sin carne es solo hueso, y a nadie se le puede pedir que viva en los huesos. La soledad del espíritu despojado de la carne es inhumana. El sábado es santo para que la carne sea sagrada, no para condenarla. Y en esta época que es un sábado largo nos creímos que nos podíamos despojar de los lunes sin darnos cuenta de que la semana es la carne de nuestras vidas. Ahora que vivimos un día eterno, blanco y desnudo como el hueso, percibimos con más intensidad la necesidad de la presencia carnal. Entendemos que la cultura es carne, es presencia que acompaña, es mediación entre lo pasado y lo futuro.
Esta crisis que vivimos es una crisis de rostros, una crisis descarnada. El sábado es la gran ausencia de un rostro humano. Pudimos pensar que teníamos el secreto del movimiento perpetuo, pero no era más que ruido. Creímos que la vida se podía predecir porque parecía que la habíamos conseguido medir. Predicciones, estadísticas e informes científicos nos dieron la seguridad que necesitábamos para poder seguir descansando cada sábado, pensando que todas las semanas serían iguales. Los sistemas sustituyeron a los líderes, y las metodologías a los profesores. La tecnología era el tótem en torno al cual giraba la vida de la tribu, y la época de la razón demostró ser la más supersticiosa de todas. Nuestro tiempo es un sábado que ha vivido demasiado tiempo despojado de la carne, tanto que se ha vuelto espiritualista. El materialismo es la forma más sofisticada de espiritualismo, el positivismo cientificista vive de números, que son espíritus puros, y espiritualistas son las buenas intenciones, las declaraciones de derechos, las ideologías y los grandes sistemas.
Los políticos que han estado a la altura de las circunstancias han sido los que han arriesgado su rostro porque, de un modo intuitivo o consciente, han comprendido que lo esencial de la política es una compañía humana
Ninguna época puede ser un sábado largo, porque, desde que hay historia, hay tiempo, presencia y cultura. Porque fue precisamente un sábado cuando apareció, como decía T.S. Elliot, “un momento de tiempo en el tiempo, un momento no fuera del tiempo, sino en el tiempo, en lo que llamamos historia: atravesando y bisectando el mundo del tiempo. Un momento justo en el tiempo, pero el tiempo se hizo a través de ese momento: sin el cual el tiempo no tiene sentido y ese momento de tiempo explicó todo”.
Ahora nos damos cuenta de que necesitamos rostros. Los políticos que han estado a la altura de las circunstancias han sido los que han arriesgado su rostro porque, de un modo intuitivo o consciente, han comprendido que lo esencial de la política es una compañía humana. Los pedagogos sensatos han visto derrumbarse los templos de las nuevas metodologías sin lamentarse, porque sabían que educa más una cara conocida que un sistema, y que la competencia más importante que podemos adquirir es la de dejarnos acompañar por un maestro.
De este sábado largo saldrán reforzados todos y cada uno de los rostros que han demostrado que solo una humanidad concreta puede estar a la altura de la necesidad del hombre contemporáneo.
En España, la crisis del coronavirus ha destapado ineficiencias del sistema e ineptitudes de los líderes políticos, pero también hemos visto casos ejemplares de otros modelos de eficiencia.
Cuando volvamos a preguntarnos, desesperados, quién nos devolverá el tiempo perdido, se abrirá de nuevo la posibilidad de una historia.