Víctor Arufe | 20 de abril de 2020
Cuando se vaciaron los colegios, no se empezó a hablar de cómo afrontarían los niños estas semanas, ni en qué condiciones estarían en sus hogares. La mayor preocupación ha sido la de evaluarlos.
Es una situación especial, lo sabemos. Pero las situaciones especiales se pueden afrontar de múltiples formas y se puede involucrar a diferentes agentes para tomar las decisiones especiales.
La ministra Isabel Celaá anunciaba parte de las medidas a tomar en relación al curso actual y que afectarán a millones de escolares, dejando muchas cosas sin atar. Entre ellas, estaba la de evaluar al alumnado con las calificaciones de los dos primeros trimestres y puntuar positivamente el trabajo extra de este trimestre.
Me resulta curioso ver cómo, desde que el coronavirus irrumpió en nuestras vidas, la mayor preocupación de la escuela siempre ha sido la evaluación. Cuando se vaciaron los colegios, no se empezó a hablar de cómo afrontarían los niños estas semanas, ni en qué condiciones estarían en sus hogares o qué actividades alternativas se les podría ofrecer para mantenerlos activos y que estas contribuyesen a mejorar su salud y bienestar en sus casas durante el confinamiento.
La flecha de la obsesión apuntaba hacia la evaluación, cómo evaluarlos o, mejor dicho, cómo clasificar los que valen de los que no valen, como si de un almacén logístico de Amazon se tratase. Los niños no son mercancía, ni de los padres ni de la escuela. Los niños son seres a los que debemos dar sus derechos, el derecho a jugar o el derecho a la salud, sin ir más lejos.
En los últimos días, hemos visto a niños pidiendo auxilio por la gran cantidad de carga de deberes. Incluso en materias como Educación Física, la única válvula de escape para ellos, se les han mandado en algunos casos fichas teóricas para hacer en su casa, en vez de unos ejercicios prácticos que lo ayuden a canalizar en 60 metros cuadrados parte de su energía vital.
El problema de todo esto no es el coronavirus, la raíz del problema radica en que tenemos un sistema educativo que solo piensa en evaluar, que solo está acostumbrado a calificar el rendimiento académico de los niños a través de decenas de instrumentos, pero que, como dije en más de una ocasión, nunca le ha dado este poder a los niños. Los niños nunca pueden evaluar a su profesorado, seleccionar el que vale del que no vale.
Y estoy seguro de que algún dirigente político ya está pensando en PISA. Desde aquí, soy capaz de visualizar su miedo y temor a que España quede en los últimos puestos de este informe, desde mi punto de vista poco útil.
Pues, como todo en la vida, cada niño vivirá su situación especial que le marque o imponga su hogar. Unos niños no tendrán acceso a internet, otros tendrán a su disposición 24 horas padres con un nivel cultural alto, otros tendrán a sus progenitores trabajando… Pero… ¡ojo! Porque el tercer trimestre puntuará para subir nota si los niños hacen todos los trabajos encomendados por sus docentes. Y aquí empieza un nuevo problema, las oportunidades de los niños.
Seguramente esta decisión ha sido fruto de la obsesión que comentaba anteriormente. La escuela es incapaz de no evaluar, aun existiendo una posibilidad de no hacerlo. Por eso, no tiene más mirada que la evaluativa. Siento mucha tristeza por esta obstinación.
Y aunque muchas personas piensen que el mundo se puede acabar si un niño no va a la escuela tres meses, os diré que no hay tal fin. Podríamos pensar en una ausencia de consecución de competencias en muchas materias, sí, podríamos pensarlo. Pero estoy seguro de que, más que falta de consecución de competencias, habrá una ausencia de memorización de una gran cantidad de contenidos que se olvidarían meses después y que se pueden memorizar en cualquier etapa de nuestra vida; por tanto, el mundo no se acaba.
Quitémonos la máscara de la hipocresía, mirémonos a los ojos y hablemos de lo que es verdaderamente importante para la vida: una educación en valores, una educación que potencie las variables psicológicas y psicosociales, una educación que trabaje la esfera emocional, y una educación que potencie la salud de los niños y los prepare para afrontar los problemas del mundo adulto; en definitiva, una escuela con capital humano.
Y a todo esto… ¿Alguien le ha preguntado a los niños qué escuela quieren?
El mundo tendría peor ventilación sin alguien lanzando los ojos al techo de la oficina o dibujando monigotes en los márgenes de un libro de texto.
Ser maestro es, más que una profesión, un modo de vida. El maestro debe recuperar su prestigio social. Luchar por la dignificación personal.