Vincent Debiais | 26 de abril de 2020
En el contexto académico contemporáneo, supone un reto intelectual y pedagógico reanudar el diálogo entre ciencias del arte y ciencias religiosas para alcanzar un entendimiento más profundo de lo que hace el hombre en su encuentro con la belleza.
En la segunda parte del recorrido que propone Eugenio d’Ors a su amigo imaginario en Tres horas en el museo del Prado, nos encontramos con el gran cuadro de Velázquez que representa a Cristo crucificado. Pintura religiosa por excelencia, este cuadro produce, al salir de las salas históricas y mitológicas del Prado animadas por el movimiento, la anécdota y la fugacidad de los cuadros, una conmoción estética tanto por la violencia serena que inspira la frontalidad del cuerpo de Cristo como por el carácter icónico y atemporal de la pintura. Entre luz y oscuridad, Velázquez pintó el sacrificio mismo, esta muerte impactante, real, evidente, cruda –un encuentro estético y espiritual que pone en boca de los más pequeños una verdad: “Lo han matado, está muerto”-.
Eugenio d’Ors, al describir el cuadro de Velázquez, habla sencillamente “del Cristo admirable” y cuestiona las elecciones museográficas que han llevado a colocar la pintura “a modo de altar”, sin que se puedan “admirar” su contenido y su presencia pictórica; como si el museo no permitiera al público contemplar lo que los pintores establecieron como figura y como si ofreciera solo las condiciones para apreciar lo que la Historia del Arte define como obra.
Frente a La Anunciación de Fra Angélico, d’Ors vuelve a escribir: “El amigo se contentará, pues, con una estación ante la tabla de La Anunciación del Beato Angélico. Prolónguela, la estación, tanto como pueda. Porque la belleza de esta obra tiene dos capas. Apréciase en la primera la sensación de sencillez divina, de ingenuidad, de clara delicadeza, de dulce claridad, de emoción humilde, de pureza sin mancha. En la segunda, se consideran valores todavía mas hondos. Allí donde en un momento nos enternecería el hechizo de una niñez, ahora viene a dignificarnos la lección suprema de una sabiduría”.
La “capa” de la niñez corresponde a la calidad artística de la obra: sus colores, su composición, los rasgos de las figuras, su profundidad poética. La “capa” de la sabiduría corresponde a lo que Fra Angélico quiso representar en La Anunciacion, es decir, el misterio de la Encarnación como objeto de fe, devoción, oración y admiración en su realidad pictórica. Eugenio d’Ors reintroduce así la dimensión espiritual –la contemplación del misterio cristiano– en la obra de arte tal y como está expuesta en el Museo del Prado, sabiendo que esta dimensión espiritual existe y permanece en el cuadro de Fra Angélico; es más, preside todas las elecciones plásticas del cuadro.
La composición en dos partes de la tabla en la que se confrontan la expulsión del Paraíso y la Anunciación, la combinación de dos sistemas de perspectiva, y el contraste cromático establecen visualmente un discurso teológico denso en torno a las nociones de historia y de redención. Ver el cuadro de Fra Angélico sin esta “capa” es ver otro cuadro, un cuadro que nunca existió. El historiador del arte francés Daniel Arasse concluye que el sentido del cuadro de Fra Angélico, y de muchas de las pinturas renacentistas que representan temas religiosos, nace del encuentro entre técnicas pictóricas, consideraciones espirituales y el carácter ontológicamente sagrado de los contenidos.
El análisis del arte religioso no puede entonces vaciar su objeto de la dimensión transcendental que lo define. La Historia del Arte correría así el riesgo de fabricar monstruos al borrar, por precaución supuestamente ética, todas las referencias a una posible sacralidad en las obras. No obstante, en el contexto académico contemporáneo, tal enfoque, impuesto por la naturaleza misma de los objetos, constituye un reto intelectual y pedagógico, y consiste en reanudar el diálogo imprescindible entre ciencias del arte y ciencias religiosas para alcanzar un entendimiento más profundo de lo que hace el hombre en su encuentro con la belleza.
Por paradójico que sea, los primeros textos considerados como discursos sobre el arte antes del “nacimiento del arte”, en época medieval y en el Renacimiento principalmente, ponen de manifiesto exclusivamente la dimensión espiritual de las obras, como si esta fuera cosa de la imagen, del mosaico o de la escultura sin acción alguna por parte del artista. Según reza la inscripción epigráfica bajo la imagen de la Virgen, los mosaicos del ábside de Santa María in Domnica en Roma “brillan del oro de las reliquias de los mártires” –no queda nada material o artesano en aquella belleza; todo es sagrado, inalcanzable, divino; una relación definitiva entre Belleza y Bien-. “La belleza perceptible es imagen de la belleza imperceptible”, la de Dios, en palabras de Pseudo Dionisio.
A mediados del siglo XII, Suger, el abad de Saint-Denis, comenta en un largo tratado las obras que mandó construir en su basílica a las afueras de París en el momento de la nueva consagración del templo en 1144. Como comanditario del embellecimiento del edificio, justifica el uso de los materiales más nobles y de los artesanos más brillantes de su época, ya que la calidad artística de la nueva iglesia es per se una alabanza a Dios; los artefactos de oro, las vidrieras de colores, los mármoles, las piedras preciosas, son medios materiales para alcanzar lo inmaterial y acercarse al Señor en la contemplación estética de la luz, del resplandor, de la armonía.
El abad presta una especial atención a la descripción de los ornamentos de su iglesia y al encuentro con la belleza. Al describir los objetos que se emplean en el altar para la celebración de la Eucaristía, Suger escribe: “Lo declaro, lo que me parece justo, más que nada, es que todo lo valioso debe servir primero a la celebración de la santa Eucaristía. Afirmo así que debemos servir a través de los ornamentos exteriores más que nada al santo sacrificio, con pureza interior, con nobleza exterior”. El uso de oro, plata, perlas y piedras realza la dignidad de los sacramentos y de la liturgia, la manifiesta a modo de experiencia estética para que se produzca una conmoción espiritual a través de los sentidos, para que el espectador camine de lo visible hacia lo invisible. El encuentro con la belleza es, por lo tanto, fundamentalmente espiritual y guía hacia un nuevo encuentro con Dios.
Simultáneamente a esta antropología cristiana del arte, el segundo elemento que impone una lectura espiritual del arte reside en la necesidad de tener en cuenta el peso de la teología cristiana de la imagen. Silenciadas durante mucho tiempo por los historiadores especialistas del arte occidental, la cuestión de incorporar una dimensión espiritual a la aproximación al arte no se plantea en el mundo ortodoxo de los iconos, en el que, por definición, la realización material y la contemplación de las obras son per se actos de devoción, en la medida en la que el icono, con sus reglas de composición y sus códigos iconográficos, es lo que representa: una imagen de la Virgen es la Virgen y quemar incienso o arrodillarse ante la tabla de madera que la representa es arrodillarse y rendir homenaje a la Virgen misma, tal como existe en la figura pintada.
En este contexto, ¿cómo someter a los iconos a una lectura desacralizada? No es extraño, pues, que los monjes ortodoxos de Santa Catalina del Monte Sinaí en Egipto tengan a la vez la mayor colección de iconos antiguos del mundo y los mejores historiadores del arte ortodoxo, no solo porque tienen los objetos que estudian “en casa”, sino porque su fe y su práctica religiosa cotidiana les permiten ver los iconos tal y como fueron pensados, pintados y adorados hace 1.500 años.
Los escritos de Suger son solo un ejemplo de las ideas medievales y modernas sobre las obras de arte, que son a la vez materiales y espirituales, y de las acciones artísticas, procesos mecánicos y oraciones al mismo tiempo. Tal concepción religiosa de las prácticas artísticas define sin duda una antropología cristiana de las formas, que se fundamenta en el relato de la Creación en el libro del Génesis y en su exégesis. A diferencia del artista, Dios modela el mundo ex nihilo; su poder creador dispone y ordena el material por puro ejercicio de su voluntad. En este sentido, las órdenes del Creador son interpretadas como manifestaciones del poder de Dios más que como palabras eficaces, el plan divino y su ordenación material presentes desde la manifestación de un “principio” en el mundo: todo lo que se pondrá en forma en el mundo ya está establecido “con medida, orden y armonía” en este acto fundador.
Por lo tanto, el artista no crea nada; ya lo hizo todo Dios al desarrollar en seis días su voluntad creadora. En cambio, el artista pone en forma dicha voluntad en los materiales que Dios le ha entregado en la tierra. La piedra, el metal, la madera ya son obras de la voluntad de Dios y solo esperan a que el artista les dé forma completa. La famosa cita que se atribuye a Miguel Ángel sintetiza esta idea de un mundo que contiene ya en potencia todas las obras de arte y que son signos de la presencia de Dios como único creador: “He visto a un ángel en el bloque de mármol y lo he tallado hasta poder liberarle”.
En términos teológicos, el artista es un opifex: trabaja la materia que se le ha dado para llegar a la perfección, es decir, a una versión “completa” del artefacto o de la imagen. Cada intervención artística, pues, se define como la colaboración del hombre con su creador, y la dimensión espiritual es evidente. La creación artística participa entonces de la Creación primordial y cada gesto, cada operación, cada intervención de la mano sobre la materia tiene como objetivo llevar a cabo, a su perfección, el plan de Dios.
Partiendo de esta base, el hecho de dar forma a los materiales primordiales es, en contexto cristiano, un acto de profunda consciencia de la realidad de la Creación. No coloca al artista en el lugar de Dios, sino que, al contrario, refuerza el sentido de la relación Creador/criatura. A partir de estas consideraciones, se elabora lo que Edgar de Bruyne llamó una “estética medieval” de carácter fundamentalmente teológico en la que los poetas, escultores, pintores, arquitectos, edifican movidos por el “deseo de Dios”. El sentimiento religioso se encuentra en el origen mismo de la creación artística y la define plenamente.
El cuadro y la escultura vuelven a ser un sistema con sus aspectos técnicos, sociales, históricos, iconográficos y espirituales. El sentimiento religioso puede expresarse porque existe no solamente en la perspectiva del historiador del arte, como convicción o postura, sino también, y sobre todo, en la propia obra como elemento fundamental de su existencia. En esta perspectiva, se pueden volver a “admirar” los contenidos de las grandes pinturas del siglo XVI, sin excluir lo que producen espiritualmente las imágenes.
En un texto lleno de finura, ingenio y humor, Daniel Arasse explica, por ejemplo, por qué los pintores del Renacimiento han representado a María Magdalena en la escena del Noli me tangere con una especial atención a su abundante cabellera. Propone el historiador francés que ese es el recurso empleado por los artistas para manifestar la naturaleza pecadora de María sin desvelar su cuerpo. Envuelta en su cabello, disimula el cuerpo que Jesús había liberado del mal; detrás de esta elección pictórica yace una profunda reverencia por el primer testigo de la Resurrección. Con la garantía de una aproximación antropológica, dicha interpretación carece de irreverencia; al contrario, pone de manifiesto la dimensión espiritual que contienen los cuadros.
Tal síntesis propuesta por la antropología histórica y la teoría del arte parecía hasta hace poco una solución prometedora para que el arte religioso sea estudiado por lo que es. Sin embargo, nuevas tendencias historiográficas, procedentes principalmente del mundo académico anglosajón, vuelven a vaciar el arte de toda dimensión transcendental para centrarse en lo trivial y su traducción o interferencia con el cuerpo del espectador. En esta dinámica, la misma imagen de María Magdalena puede ser leída como un indicio de la concepción de la mujer y de su corporalidad por parte del artista, sin que se tenga en cuenta toda la implicación religiosa y devocional de dicho cuerpo.
En este contexto, donde todo lo artístico se descompone en categorías sociales contemporáneas, la expresión por parte del historiador del arte de todo sentimiento religioso, el suyo o el que contiene ontológicamente la obra, es imposible o al menos muy difícil, porque entra también en una de estas categorías como el proselitismo, el sectarismo, la opinión… Hoy en día, en un mundo artístico regido más por la crítica que por el impulso creativo, parece que no puede existir transcendencia fuera de la experiencia estética de un público, muchas veces mucho más importante que la propia obra. Para poder conciliar Historia del Arte y sentimiento religioso, se trata en realidad de volver a lo que significa lo religioso en el arte.
Lo que define el arte religioso es precisamente su contenido espiritual y el sentimiento religioso que despertaron tanto en su producción como en su recepción. Negar esta intención sería absurdo. No se trata de promover una arqueología de las intenciones, lo que sería asimismo absurdo, sino solamente entender el contexto intelectual y estético al que pertenecen la pintura y la escultura. Este rigor en el análisis debería permitir al propio historiador del arte tener en cuenta la transcendencia ontológica de las obras religiosas que no forman parte de su horizonte de fe o creencias, pero que lo lleva a estudiarlas adecuadamente para entender su valor material, cultural y espiritual. La expresión de la conmoción religiosa no sería entonces algo que el mundo académico debiera rechazar, sino facilitar como parte de una mejor comprensión de los gestos creativos.
Sin conflicto con una aproximación estilística, iconográfica o funcional del arte religioso, la antropología cristiana de lo visual debería permitir lecturas más complejas que integren el sentimiento religioso como factor de definición del sentido y del valor de la obra, incluso en el caso de obras mayores de la historia de las formas como, por ejemplo, la Pietà de Miguel Ángel. Sobre el flanco de Cristo extendido sobre las rodillas de su madre, los dedos de la Virgen aprietan el cuerpo inerte de su hijo a través de los pliegues de su vestimenta; el futuro manto de gloria de María ya es el sudario de Cristo. En el gesto de la Virgen se expresan toda la densidad corporal del Dios encarnado y del amor de una madre. Gesto absoluto de vitalidad, contrasta con la inercia, casi abandono, del dedo índice izquierdo de Cristo, retenido entre los pliegues del vestido de María. El trato sublime de la piedra por parte del escultor, el virtuosismo plástico, la exaltación de la textura y del color del mármol otorgan al cuerpo de Cristo una presencia lívida que se separa y al mismo tiempo penetra en el cuerpo de la Virgen. El escultor ha conseguido que exista, finalmente, en el gesto de María, una exaltación última de la Encarnación.
La Pietà de Miguel Ángel constituye, por todas estas razones, una de las obras mayores del Renacimiento italiano, objeto de innumerables análisis desde el siglo XVI. Recientemente, la estatua de Miguel Ángel ha conocido un interés renovado por parte de los historiadores del arte en el marco de las tendencias historiográficas originales relativas al cuerpo, al género, al sexo, a las emociones, a los sentidos…
Así, la mano de la Virgen se analiza en la perspectiva de una historia de la tactilidad y de la conciencia del cuerpo. El mismo detalle iconográfico conoce, pues, dos interpretaciones muy distintas: la mano de la Virgen como signo de Encarnación y como indicio de una historia del cuerpo de la mujer. La segunda vacía la escultura de toda transcendencia; el hecho de que se trate del cuerpo de Cristo y de su madre no tiene impacto en el tratamiento plástico de la escultura. La primera restablece en cambio la dimensión sistémica de la obra, al tener en cuenta los aspectos teológicos y espirituales de la época. La expresión de un sentimiento religioso puede entonces fundamentarse sobre una antropología científicamente establecida y reconocer, con Vasari, que la obra constituye un “milagro” en su forma y en su contenido.
Al final, la fe no entra en juego en el análisis profundo, atento y meticuloso de La Pietà, de la misma manera que la fe en los dioses griegos no entra en juego en el estudio de La Victoria de Samotracia. Una antropología real del arte liberaría en realidad a los historiadores de rodeos cientificistas para evitar todo proselitismo. Es actuar como científico reconocer que hay sacralidad y transcendencia en el gesto de la Virgen.
En la noche del 2 al 3 de septiembre de 2018, se quemó por completo el Museo de Río de Janeiro. El incendio, de extrema violencia, destruyó todas las colecciones etnológicas y artísticas, borrando en una sola noche 2.000 años de historia. La comunidad académica internacional lamentó en pocas horas y con voz unánime la pérdida de un patrimonio cultural único, insistiendo también en la dimensión espiritual de lo que desapareció en aquel momento. No se quemaron solamente imágenes y artefactos de gran valor histórico; desaparecieron también elementos clave del pensamiento y sentimiento religioso.
En este acontecimiento se mezclan consideraciones diversas (políticas, éticas, morales, históricas, estratégicas, científicas, etc.) que afectan al hombre en su identidad y la traducción de esta en el mundo bajo forma de huellas, recuerdos, símbolos, iconos. La religiosidad humana, sea cual sea su manifestación, no escapa a un anclaje material que, a su vez, constituye un patrimonio dotado de cierta transcendencia. El reto de la Historia del Arte, y más concretamente de una visión antropológica ajustada de las culturas, consiste en establecer científicamente la naturaleza, la forma y el efecto de dicho sentimiento religioso. No se trata entonces de fomentar una “historia cristiana del arte”, una “Historia del Arte cristiano”, menos todavía una “Historia del Arte hecha por cristianos”, sino de formalizar las condiciones de una Historia del Arte que establezca lo cristiano (también en sus aspectos espirituales) en la Historia del Arte; quizá una Historia del Arte tout court.
El Museo del Prado devuelve el color y la luz a una obra renacentista cargada de una fuerte iconografía.
En 1163 el rey Luis VII colocó la primera piedra de una nueva catedral que tardaría casi doscientos años en concluirse.