Aquilino Duque | 03 de mayo de 2020
Hay que felicitarse de que una plaga como la presente haya irrumpido en nuestra patria con la siniestra en el poder. Lo malo es que, una vez más, cuente con la complicidad de la derecha vergonzante.
En las grandes calamidades que de vez en cuando se abaten sobre las naciones, no son menores las conjeturas sobre su origen y las atribuciones de culpabilidad. Tanto en las plagas como en las guerras, el ser humano revela, según los casos, lo mejor o lo peor de sí mismo. Entre lo mejor y lo peor está lo regular, que trata de escurrir el bulto y no siempre lo consigue. Cada época tiene sus prejuicios y sus supersticiones. Cuando apareció el sida, hubo quien lo atribuyó a unos laboratorios en las cuevas del Vaticano, donde se obtuvo un virus destinado a la lucha contra lo que se llamaba el pecado nefando, pero no faltó quien esos laboratorios los situara en los Estados Unidos, llenos como estaban aún de sabios nazis.
Los virus no discriminan por razón de sexo ni de ideología. A mi juicio, el mejor tratado sobre el tema sigue siendo la novela de Alessandro Manzoni, donde la sequía, las malas cosechas y la carestía y la hambruna consiguientes tienen tanta culpa como la devastación y el saqueo que dejan a su paso los lansquenetes de los Habsburgos. A eso vienen a sumarse los que esparcen rumores fantásticos y denuncian a capricho, explotando la credulidad de una muchedumbre deseosa de descargar su frustración en el primer desdichado al que acusen de untar picaportes, de envenenar pozos o de echar maleficios.
Los novios
Alessandro Manzoni
Akal
624 págs.
19,50€
Más que una novela, Los novios es, como escribiría Carlo Bo, un tratado, un ensayo, una reflexión moral de una espiritualidad elevada, de ahí que no tenga equivalente en una Europa en la que la Ilustración deja paso al Romanticismo. Sin embargo, esa reflexión, o esa meditación, está montada sobre un relato y unos personajes que en Italia, por lo menos, han llegado a ser paradigmáticos: Perpetua, el ama de don Abbondio, ha pasado al lenguaje corriente, en Italia al menos, para designar a las amas de los párrocos; y otros, como Don Rodrigo, la Monja de Monza, el Innominado, el Griso y, sobre todo, Fray Cristóforo y el cardenal Federico Borromeo, primo de san Carlos, encarnan como pocos, solos o por separado, los claroscuros del ser humano. Las peripecias de Renzo y Lucía, hilo conductor del relato, se suceden en situaciones a la vez lógicas e imprevistas, según cómo reaccionan gentes que lo mismo parecen querer ayudarlos que perderlos.
Es difícil resistir a la tentación de resumir la trama, y no estoy ciertamente por la labor. Baste decir que los protagonistas, de condición humilde, analfabetos incluso, pero de sólida formación religiosa, tropiezan con gente poderosa y sin escrúpulos y que no se paran en barras a la hora de transgredir las mismas leyes que los de abajo han de cumplir a rajatabla. El llamado sottogoverno, que campaba por sus respetos en la Italia de mis tiempos, y que me puso en guardia ante las euforias de la Transición, no era nada nuevo en el Bel paese, donde tampoco se bautiza el que no tiene padrino, en todas las acepciones que allá tiene el término.
Siempre he dicho que hay tres naciones europeas, por así decir, centrífugas, cuyas intervenciones en los asuntos del continente no han dejado buen recuerdo, y una de ellas es España. Durante el siglo transcurrido entre 1599 y 1700, el Milanesado no es más que la palestra en que Francia y España contienden en el marco de la Guerra de los Treinta Años, cuyas víctimas son los naturales del país, que no tienen más consuelo que encogerse de hombros y decir Francia o Spagna purchè si magna. Hablo del popolino, de la gente humilde, porque los que están arriba suelen entenderse bien con las fuerzas de ocupación y tomar de ellas lo menos ejemplar, en el caso español, como dice Manzoni, la suciedad y la arrogancia.
En 1630, son algunos los años de presencia española y tanto Sor Gertrude como Don Rodrigo son herederos de los privilegios, pero no tanto de las virtudes, de sus familias respectivas. La única persona decente que queda en el castillo de Don Rodrigo es un viejo criado de la casa, que ve con tristeza el contraste de su disoluto señorito con su difunto progenitor español. En cuanto a la monja de Monza, es un trasunto literario de una sor Virginia de Leyva, descendiente de don Antonio de Leyva, el héroe de Pavía, cuyo padre la destina al claustro, para el que no tiene vocación, y donde, por ser quien es, la “Signora” por excelencia, está por encima de la madre abadesa y, de paso, del bien y del mal.
El Innominado, en cambio, está inspirado en un vástago de ilustre familia lombarda, Bernardo Visconti, mezcla de señor feudal y jefe de bandidos. Manzoni cree, como Juan Bautista Vico, que no hay mal que por bien no venga y confía en la Divina Providencia. Una prueba es la conversión de este bandido feudal, trasunto de la conversión del propio Manzoni en su juventud, episodio por cierto que no es el único de su propia vida que aprovecha para infundir realidad dramática en el relato, pues la descripción del asalto a la casa del vicario de abastos en el motín por la carestía de pan está inspirado en el asesinato por las turbas del ministro de Hacienda de la Administración napoleónica, Prini, ocurrido a pocos metros de la casa del escritor, como en el retrato de la monja tiene presente a una tía suya, monja exclaustrada bajo las leyes josefinas del dominio austriaco, cuya desvergüenza era asombro de propios y extraños.
Naturalmente, la Providencia obra a través de hombres de fe que hilan muy fino y que son los primeros en acudir a los lugares más amenazados, y uno es el cardenal Federico Borromeo y otro Fray Cristóforo, para los que el amor del prójimo o, dicho de otro modo, la caridad cristiana es lo que les permite llevar la salud a los cuerpos y a las almas de un mundo desquiciado por la epidemia.
Hay que felicitarse de que una plaga como la presente haya irrumpido en nuestra patria con la siniestra –perdón por el italianismo– en el poder. De todos modos, por más que este neofrentepopulismo rampante no haga más que dar palos de ciego, no va a desistir del “asalto del cielo”, como decía Louis Aragon en su ditirambo a Stalin. Lo malo es que, una vez más, cuente con la complicidad de la derecha vergonzante y de algunos pastores que, en el mejor de los casos, imitan al Don Abundio de Los novios y no quieren enfrentamientos con los enemigos del alma.
Alejandro Manzoni habla en «Los novios» sobre la peste que asoló Milán en el siglo XVII y que recupera actualidad en esta Cuaresma en cuarentena.
Los predicadores de catástrofes son como orugas. La mente humana no se sostiene en la incertidumbre y acudimos a cualquiera que parezca una voz autorizada para que nos calme.