Ricardo Franco | 29 de abril de 2020
De vez en cuando, levanto la vista y veo el gran desierto que se abre ante mis ojos. También yo, como vosotros, sufro este encerramiento para el que nadie estaba preparado.
No me digáis que vuestra cabeza no se pierde más allá de las calles y las azoteas, porque no es verdad. No me digáis que toda vuestra humanidad no se ha vuelto un gran deseo de volar por la ventana y surcar los aires por encima de los tejados. No me digáis eso porque no es cierto. A mí no me hacía falta esta circunstancia porque siempre he sido así; un poco niño volador entre las antenas y las copas de los árboles, poco dado a mancharme con el barro de la engañosa actualidad.
Sin embargo, como vosotros, también estoy recomponiendo el rostro después del bofetón recibido, y ando perplejo recogiendo los pedazos de mis planes esparcidos como un plato roto por el suelo. De vez en cuando, levanto la vista y veo ante mí el gran desierto que se abre ante mis ojos. ¿Pero no lo habíamos atravesado ya en la Cuaresma? También yo, como vosotros, sufro a veces este encerramiento para el que nadie estaba preparado. Y menos todavía yo, que andaba enamoriscado de la ciudad más bella de la Tierra; engolosinado en sus encantos de dama costumbrista y azarosa, que te susurra a medianoche: “Aún no te vayas…”
Pero hoy no voy a hablar del virus, sino de lo que despierta en nosotros -creo-, más allá de las mentiras y las excusas que esta catástrofe desvela. Porque hoy me he despertado especialmente triste –gracias a Dios-, “con una pena que yo no quisiera que se me quitara”, con una necesidad urgente de asomarme al balcón, de buscar la luz, sentir la brisa que recorre las estrechas calles del barrio y responder a este reclamo continuo de la vida más allá de las ventanas. Y rezar. Rezar a quien sé que me escucha.
Y mientras rezo, recuerdo a menudo otro largo encierro: aquellas largas estancias en el hospital para intentar enderezar la brújula rota de mi cabeza. Recuerdo esos días perdidos, sin nada que hacer más allá de arrastrar las zapatillas y el pijama por el largo pasillo que separaba la planta de Psiquiatría entre locos y locas. Sin mucho que hacer, salvo algún dibujito en la terapia, el vaso de plástico con las pastillas, y el cuarto de la tele, un día tras otro, un cigarro tras otro, mientras veía a través de los barrotes de la ventana que todo el mundo era libre bajo la luz del cielo. Todo el mundo, excepto yo.
Y venía a mi corazón, igual que ahora, como volando, la voz de un queridísimo amigo –algunos sabéis quién es- recordándome, casi al oído –como si estuviera aquí-, que todas las circunstancias, todo cuanto sucede, cada drama, destapa nuestra impostura, nuestra inmadurez para abrazar el misterio de la realidad tal como es, y nuestra infinita necesidad. Pero junto al recuerdo de este hombre viene hoy prendida una pregunta acuciante, aunque dolorosamente postergada al fondo de las tareas y las distracciones: ¿De dónde nace este constante anhelo irresistible, potente, de realidad? ¿De dónde nace esta sed infinita de aire, de luz, de calles, de música, de risas y de rostros?
Nuestros días parece que se disipan lentamente, uno tras otro. Y se consumen como el incienso en su litúrgica elevación sobre el altar de nuestros ídolos que no se preguntan. Los deseos también parecen disiparse con el engaño de un nuevo arresto de voluntad, o con algún pensamiento bucólico que espante al espanto, como si no pasara nada. Pero, afortunadamente, no es tan fácil borrar el dolor y las preguntas.
Alguien tiene que decirlo. Alguien debe desatender las miles de noticias cruzadas o los ataques voluntaristas con los que intentamos taponar esta sangría del corazón, y centrarse en el dolor del mundo como un Cristo apenas resucitado, a las puertas de aquel limbo lleno de almas sedientas de luz. Alguien tiene que estar triste por esto y trascender la vacuidad de los gestos que consumen cada hora de nuestro cautiverio… Debo ser yo. Debes ser tú, como un Segismundo redivivo en su celda. Tristes por la estupidez humana, pero ciertos de una Presencia que vive; asomados al balcón, y expectantes al arrullo de las campanas que dominan ahora Valparaíso, mientras el lejano rumor de sus dos ríos acompaña un cante puro de Regina Coeli que se pierde en la memoria.
Fernando Bonete & Hilda García
Entrevista con Ricardo Franco, director de Nuevo Inicio. Esta editorial es un instrumento privilegiado para profundizar en lo que la Iglesia tiene que decir sobre las cuestiones más candentes.
Lo que supone que el peligro de izquierdear se haya multiplicado exponencialmente en España por efecto del coronavirus.