Luis Miguel Pedrero | 24 de abril de 2020
El confinamiento ha multiplicado el consumo audiovisual en las plataformas de vídeo «online», pero aventura un futuro incierto para el conjunto de la industria televisiva.
No por lógico ni previsible deja de impresionar el inmenso e intenso repertorio de cifras que genera el seguimiento de los efectos provocados por la COVID-19. Cada día se contabilizan millones de datos de toda índole que permiten medir, valorar y tomar decisiones sobre un fenómeno cuya única certeza es, al mismo tiempo, una retorcida paradoja: mientras no se disponga de una vacuna efectiva, la convivencia con este virus nos encamina hacia un futuro cargado de incertidumbres.
Semejantes dudas no evitan, sin embargo, la formulación de interrogantes asociados a este abundante caudal de números, cuya dimensión más relevante se refiere a los ámbitos sanitario, científico, económico y educativo, pero cuya trascendencia se extiende sin remisión al resto de sectores profesionales. Entre ellos, el de los medios de comunicación, que afrontan el reto de mantener su actividad pese a las tremendas complejidades operativas de producción, edición y distribución.
Aunque los incrementos en el consumo de información, ocio y entretenimiento alcanzan cifras inusitadas en todos los canales –desde las programaciones lineales de TV y radio o los servicios bajo demanda de las cadenas hasta los accesos a periódicos digitales e incluso la escucha de audiolibros– y soportes –se ha consignado una subida superior al 100% en el uso de videoconsolas y altavoces inteligentes–, los indicadores evidencian la incontestable consolidación de las plataformas de vídeo a la carta, máximos exponentes del paradigma digital basado en la libertad del usuario para elegir qué, cuándo, dónde y desde qué dispositivo consumir contenidos audiovisuales.
Por si las métricas que avalan esta tendencia no fuesen contundentes antes de la vida confinada –en términos de mercado, las plataformas Over the Top (OTT) ya habían superado en España a los operadores tradicionales de pago en 2019, con un 41% de penetración frente al 33,6%–, y por si nuestra reclusión en los hogares no hubiese impulsado con fuerza esa tendencia –desde el 16 de marzo se ha registrado una subida media del 14% en el acceso a estos servicios–, el balance anunciado por Netflix al cerrar este primer trimestre resulta definitivo como símbolo del actual escenario.
Al margen del beneficio económico –653 millones de euros, más del doble que en el mismo periodo del año anterior–, y aun asumiendo las razones coyunturales sobre las que se asientan estos resultados, la abrumadora cifra de 16 millones de nuevos usuarios en todo el mundo, que elevan a 183 la base de abonados de la compañía, traduce mejor que ningún otro hito cómo han evolucionado los hábitos y preferencias con respecto a la televisión, principal motor de la industria audiovisual a escala global.
Como explica de forma magistral la investigadora Elena Neira en su recién publicado Streaming Wars. La nueva televisión, aunque la primera etapa de las OTT no fue tan prolífica y se dedicaban más a agregar producciones de terceros, hoy han superado la condición de repositorios de contenidos difundidos previamente en otras ventanas para convertirse en catálogos de títulos originales y exclusivos, capaces de atraer por sí mismos el interés, el tiempo… y las suscripciones de sus clientes. Sin dejar de advertir la determinante influencia de las tecnologías para identificar con precisión el consumo de cada usuario y adecuarse a sus gustos para reforzar su compromiso, el gran logro de las plataformas VOD ha sido el de asociar sus enseñas a los atributos de calidad, singularidad y prestigio de sus propuestas, sobre todo series de ficción.
Y es precisamente la demanda de este género la que más cuestiones suscita sobre el futuro de la industria televisiva tradicional y la que estos días delinea las coordenadas de un horizonte donde se mezclan, como en tantos otros, certidumbres y enigmas. La creciente competencia en el número y segmentación de plataformas online supone ya una seria y directa competencia frente a las cadenas de emisión lineal, que hace tiempo asumieron su nuevo rol como actores de un mercado cada vez más diverso.
Pero, a su vez, estos servicios, que han inoculado una cierta ansiedad en el espectador por acceder compulsivamente a más contenidos y en mayor cantidad, se exponen también a la volatilidad de unos seguidores que –replicando el recurso al mando a distancia– se mueven de uno a otro videoclub digital en búsqueda de títulos y no de marcas. La irrupción de Disney+ supuso la retirada de las series y películas de Marvel de la biblioteca de Netflix, que pronto perderá también los derechos de la serie más consumida de su repertorio, Friends, el gran activo con el que se va a lanzar la nueva plataforma de WarnerMedia: HBO Max.
¿Qué cabe esperar a corto plazo en una industria tan condicionada por los efectos de la pandemia global? A la crisis del modelo publicitario de la TV en abierto (revalorizada por su función informativa, pero con poca fuerza para competir sin eventos en directo), se suma la de la TV de pago, aferrada a unos eventos deportivos también confinados. La audiencia más joven ya se había fugado a las plataformas VOD, pero la eclosión de una oferta cada vez más imaginativa –ha sido espectacular el desembarco de Quibi, el servicio en streaming para móviles– fragmenta las suscripciones. Y aunque el encierro ha hecho proliferar las altas, la mayor disponibilidad de tiempo acelera el consumo de unos catálogos que ahora no pueden renovarse y favorece los trasvases de clientes.
Es tal la competencia que ni siquiera los anunciados estrenos de cine en estas ventanas –Netflix está comprando derechos para incorporar películas que no pueden exhibirse en salas– garantizan que las imponentes cifras cosechadas en el primer trimestre de 2020 se mantengan en los próximos. Son tiempos de paradojas televisivas: nunca el presente ofreció más números… ni el futuro más dudas para interpretarlos.
El dispositivo impone cada vez más las pautas de narración, estética y producción. Las series digitales se consumen desde móviles… y con cronómetro.
Los usuarios de todo el mundo dedicamos un promedio anual de 800 horas a Internet a través del móvil, lo que equivale a 33 días sin descanso. Un consumo que se incrementará en 2021.