Armando Zerolo | 12 de mayo de 2020
Enseñar es un arte que exige reinterpretarse en cada sesión, interpelar a la inteligencia del alumno y provocar espacios de discusión para que acontezca la verdad.
Las 9:00 de la mañana, «unirse a la sesión», clic, «hola, buenos días, ¿qué tal vais? ¿Todo bien?», «ping, ping, ping, ping…», suena el chat: «Hola, hola, buenos días, hola, hola, hola, sí, todo bien, hola, hola», y empieza la clase. Una pantalla en negro con círculos rodeando siluetas de muñecos, nombres de asistentes y mi imagen especular. La clase sigue, el contenido avanza y el programa se desarrolla. Busco una mirada y no la encuentro. Pregunto: «¿Se comprende?», «ping, ping, ping, ping…», me contesta el chat: «Sí, sí, sí, sin problema, sí, todo bien, sí, sí, sí». Bien, seguimos entonces.
Comparto pizarra, hago un esquema, «gracias, gracias, bien, sí…» y sigo hablando, se me seca la voz más que en el aula, doy un sorbo al vaso, y continuamos. «Ping», esta vez una mano levantada: «Perdón, ¿esto dónde va?». «Ping, ping», «gracias». Y pongo un ejemplo. Es gracioso y me imagino sus caras. «Ping, ping, ping…». El chat: «hahaha, jajajaja, ja, ( 😉 ), jajaja,…». Y sigo hasta que llega la hora: «Muchas gracias, mañana seguimos con los Derechos de la Personalidad». Atrona el chat con agradecimientos y despedidas. Mañana nos volveremos «a ver».
Esta es la música con la que muchos de nosotros hemos vivido estos días de excepcionalidad, detrás de la cual hay un gran esfuerzo institucional, de los profesores y de los alumnos. Se ha puesto en marcha en tiempo récord todo un sistema de docencia a distancia, adaptando sistemas, métodos y personal a una situación absolutamente nueva. Es impresionante la rapidez con la que todos nos hemos adaptado. No solo hemos salvado el curso, sino que hemos podido acompañar a nuestros alumnos en situaciones complicadas, hemos estado presentes en su día a día, mostrándonos humanos, enseñando nuestras casas, compartiendo algo más de nosotros mismos, y nuestros alumnos nos han ofrecido su paciencia, su comprensión, su interés, sus problemas y su infinito agradecimiento. Llegamos al final de esta experiencia y ahora nos toca hacer balance y recoger todo lo bueno que ha sucedido y todo lo bueno que hemos echado de menos.
Las nuevas tecnologías han llegado para quedarse, y no hay nada malo en ello. Estos días hemos comprobado que se puede dar clase a distancia, que los alumnos asisten puntualmente a clase, y que permanecen delante de la pantalla. Que podemos hablar y comunicarnos, que podemos «colgar contenido», que podemos grabar las sesiones que quedan como material docente. ¿Nos podemos imaginar que tuviésemos acceso a una clase de Ramón y Cajal o de Ortega y Gasset? ¡Qué lujo!
Llegamos a alumnos que se encuentran lejos. Descubrimos que se les puede confiar a ellos un trabajo de lectura y estudio a través de documentos que no necesariamente se tiene por qué hacer en el aula. Vemos que quizás no es necesario que estén tantas horas sentados en clase y que se les puede pedir que parte del trabajo lo hagan por su cuenta. Que igual que escuchan una clase «enlatada», también pueden leer un capítulo de un buen manual, y no solo no pasa nada, sino que es muy educativo. Descubrimos que quizás teníamos un público cautivo que venía a clase porque no tenía otra opción, pero que si pudiese optar por escuchar la clase cuando y donde más le conviniese, a lo mejor no asistiría y se ahorraría el trayecto, o la residencia, o el tiempo. Que el que opte por la «no presencialidad» a lo mejor puede trabajar y estudiar a la vez.
Podemos ir más lejos e imaginar. Podríamos pensar que no tiene mucho sentido tener a varios profesores dando la misma materia, cada uno de ellos explicando lo mismo tres veces en un mismo día, durante dos semestres, varios años de su vida. Podríamos hacer economía de escala. Podríamos pensar que bastaría con hacerlo una vez, grabarlo, y el resto de ocasiones simplemente reproducirlo. Podría ser que la mejor opción fuese buscar al mejor profesor, grabarlo, pagarle una única vez por ello, y utilizar a los demás para resolver dudas. Sería más barato y mejor para todos.
Podríamos llegar a este punto después de un sofisticado razonamiento, como también llegaron a él algunos de los primeros sabios que convivieron con la imprenta. Aquellos que pensaron que, una vez que el profesor dejaba plasmado su conocimiento en un manual, ya no harían falta más profesores. El alumno podría aprender solo. El libro ahorraría mucho tiempo y haría el conocimiento universal. No cabe duda de que gracias a la imprenta los amanuenses se pudieron dedicar a cultivar la huerta o a estudiar, que el saber se extendió y se conservó. Que leer es un placer y que gracias a la imprenta se ha hecho universal. Pero ni la imprenta nos enseña qué leer, ni nos ha hecho más cultivados ni mejores personas. Clases enlatadas o impresas, ¡qué más da!
Me viene inmediatamente a la memoria la historia de Chuang Tzu que recoge Michael Oakeshott en Ser conservador y otros ensayos. Cuenta que «el duque Huan de Ch´i estaba leyendo un libro en el extremo superior de la sala; el ruedero estaba haciendo una rueda en el extremo inferior. Dejando a un lado su mazo y su cincel, llamó al duque y le preguntó qué estaba leyendo. “Uno que recoge las palabras de los sabios”, respondió el duque. “¿Esos sabios están vivos?”, preguntó el ruedero. “Oh, no”, dijo el duque, “están muertos”. “En ese caso”, dijo el ruedero, “lo que está leyendo no puede ser más que las heces y escoria de hombres desaparecidos”. “Cómo te atreves, un ruedero, a criticar el libro que estoy leyendo. Si puedes explicar tu afirmación, lo dejaré pasar. Si no, morirás”. “Hablando como un ruedero”, respondió, “veo la cuestión de esta manera: cuando estoy haciendo una rueda, si mi golpe es demasiado lento, cala hondo pero no es constante; si mi golpe es demasiado rápido, es constante, pero no cala hondo. El ritmo correcto, ni muy lento ni muy rápido, no puede llegar a la mano a menos que venga del corazón. Es algo que no se puede expresar con palabras [reglas]; hay un arte en ello que no puedo explicarle a mi hijo. Es por eso que me resulta imposible dejar que se haga cargo de mi trabajo, y aquí estoy con setenta años haciendo ruedas. En mi opinión ha debido de ser igual con los hombres de antaño. Todo lo que valía la pena ser transmitido murió con ellos; el resto, lo pusieron en sus libros. Por eso dije que lo que estaba leyendo no era más que las heces y la escoria de hombres desaparecidos”» (Chuang Tzu).
Si no se dice todo sobre un objeto de una sola vez, siempre existe la posibilidad de añadir algo con las propias reflexionesAndréi Tarkovsky, director de cine
¿Y entonces qué es lo que echo de menos? No es la sensación de entrar en el aula y atravesar el pasillo hasta llegar a la tarima, ni ese momento de tensión que se respira antes de que empiece la función, ni siquiera sus caras, sus gestos y su cariño. Por encima de todo, echo de menos el diálogo. Al menos en mi experiencia, a través de la pantalla preguntan menos y, cuando lo hacen, rara vez «repreguntan». Es muy difícil mantener una conversación dentro de una clase y, o se tiene individualmente, o por lo general el alumno se cohíbe.
Enseñar es un arte que exige reinterpretarse en cada sesión, interpelar la inteligencia del alumno y provocar espacios de discusión para que acontezca la verdad. Es un diálogo, como nos enseñaron Sócrates y Platón. Yo puedo transmitirles mis conclusiones, se las puedo incluso dar por escrito, y que se las aprendan y me las pongan en el examen. Pero, como decía el director de cine Andréi Tarkovsky, «si no se dice todo sobre un objeto de una sola vez, siempre existe la posibilidad de añadir algo con las propias reflexiones. En caso contrario se presenta al espectador la conclusión sin que tenga que pensar. Y como se le sirve tan en bandeja, la conclusión no le sirve de nada. ¿Es que un autor le puede decir algo al espectador cuando no comparte con él esfuerzo y la alegría de la creación de una imagen?». Y lo que vale para el cine, como decía una colega, vale también para el aula.
En los libros quedan «las heces y la escoria de hombres desaparecidos», en las grabaciones de Cajal y Ortega queda lo único que se pudo salvar de la muerte. Pero si queremos educar, transmitir un amor por la verdad, un modo de pensar, una forma mental, entonces hay que meterse en el taller con el maestro y ver cómo lo hace, hacerlo con él, y practicar y practicar, dialogar y dialogar. Dudo mucho que se haga un buen cocinero viendo vídeos de cocina, o un buen abogado escuchando charlas. No podemos separar el método de la persona, ni la técnica de la práctica. No es necesario volver atrás, es necesario reencontrarse con el maestro, que en su persona encarna el método.
Testimonios de profesores universitarios, de Formación Profesional y de colegios que se adaptan para convertir el salón de casa en un aula.
Cuando se vaciaron los colegios, no se empezó a hablar de cómo afrontarían los niños estas semanas, ni en qué condiciones estarían en sus hogares. La mayor preocupación ha sido la de evaluarlos.