Carmen Sánchez Maillo | 13 de mayo de 2020
El confinamiento parece un nuevo huésped, una nueva circunstancia que no es posible descartar que se repita, pero en la que tanto padres como hijos hemos percibido el privilegio que es vivir en familia.
Ni nuestra generación ni la que nos precede había vivido una pandemia. Nadie estaba preparado mentalmente para ello y no nos acabamos de hacer a la idea de lo que verdaderamente significa.
Si bien este confinamiento se está viviendo en muchos casos en familia, no es posible ignorar a tantas personas que forzosamente lo están padeciendo solas. La soledad forzada o natural es una circunstancia que agrava la dureza del momento. Ojalá esto ayude a reflexionar a muchos sobre ello, sobre sus consecuencias y la necesidad de una vida acompañada, preñada de riesgo, claro, pero con la promesa de plenitud a la que todos aspiramos.
Y es que en este momento que la familia está atravesando hay luces y sombras, pero también es un reto en el que surgen oportunidades singulares e imprevistas.
Ciertamente el reto es fatigoso: mantener horarios, home schooling, teletrabajo de los padres, comidas, limpieza, ejercicio, juego, etc… y así, día tras día. Como el singular protagonista de Atrapado en el tiempo, tan bien interpretado por Bill Murray, nos despertamos todos los días del confinamiento, en un bucle temporal como el del «día de la marmota», y como Bill Murray podemos empezar a cambiar algo cada día, y así empeorar o mejorar las cosas.
No parece posible evitar las sombras de preocupación, de tristeza, de enfermedad, de inquietud por los seres queridos que son más frágiles y pueden enfermar o morir, de preguntas que se agolpan en nuestro corazón y de problemas económicos o profesionales que todos tenemos en mente.
Por si fuera poco, corremos el riesgo de que nos visiten ¿acaso más insistentemente? el aburrimiento, la desidia, la pereza o la desesperanza.
Y, sin embargo, sería injusto no decir que hay luces que nos sostienen: momentos de oración en familia, la compañía de los niños que nunca es monótona, la cercanía de los más queridos, que hacen patente, quizá más que nunca, nuestra dependencia mutua.
A lo largo de los días, van surgiendo momentos de juego, de ver cine y series, de si estas nos gustan o no y por qué, de conversaciones, también de roces y discusiones… En definitiva, de poner a prueba nuestra paciencia y nuestro buen o mal humor.
Quizá nunca volvamos a pasar tanto tiempo juntos y con tanta intensidad con nuestro cónyuge e hijos. Posiblemente, quede en la mente de los niños y adolescentes el tiempo tan intenso que pasaron con la familia durante «el confinamiento de 2020».
Es cierto que sentimos vivamente todo lo que nos falta: libertades, paisajes, abrazos y, sin duda, queremos recuperar el ritmo y los hábitos de nuestra vida, por no entrar en que, con toda seguridad, esta situación pudiera haberse gestionado de un modo mucho más eficaz sanitaria, política y económicamente.
Desde otra perspectiva, paradójicamente hemos recuperado otras cosas que el trabajo nos impide y que, en ocasiones, añoramos: tiempo compartido en familia, menos prisas, desayunar, comer y cenar juntos.
El confinamiento parece un nuevo huésped, una nueva circunstancia que no es posible descartar que se repita, pero en la que tanto padres como hijos hemos percibido el privilegio que es vivir en familia. Aunque siempre somos frágiles y dependientes, la pandemia nos ha hecho percibirlo de modo más evidente que nunca.
Ojalá que el fruto de este tiempo sea la conciencia de que la ayuda mutua es vital entre esposos, hermanos, familiares y, desde luego, para toda la sociedad; que solo sostenidos en Alguien más grande la desazón se esfuma. En definitiva, es una oportunidad de recuperar con urgencia nuestra condición de criaturas, que se alimentan en la Esperanza que da sentido al mundo. Este acto de confianza lo cambia todo.
Vivimos una situación única para la que no estábamos preparados. Para evitar que el miedo y la incertidumbre se apoderen de nosotros, es necesario no romper con nuestra rutina.
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