Íñigo de Bustos | 03 de junio de 2020
La incongruencia del ministro Marlaska trasluce que las creencias religiosas deben confinarse a la esfera de lo privado, mientras que todo lo que él cree y hace lo es bajo el estandarte de llevarlo a lo público.
Ni pena ni miedo fue como intituló su libro el hoy ministro Fernando Grande-Marlaska pocos años antes de ostentar dicho cargo. Ese título era un lema -según decía- de resistencia, con la significación de que el miedo a las consecuencias de nuestros actos no debe paralizar nuestras decisiones futuras, que hay que ser consecuente con lo que creemos y defendemos. Ya es de advertir que la coherencia puede ser expresión de autenticidad, pero no de un valor por sí misma.
El caso es que, tras hojear y ojear el libro y desde la visión como abogado de profesión, me resultó cierta desazón en lo que conllevaba su ideario existencial, en tanto proyectado al ámbito jurídico político. En lo estrictamente personal o tribal que relata, el libro no me interesaba nada. Ya en 1704, Jerónimo Castillo de Bobadilla advertía (Política para corregidores y señores de vasallos) que para ser abogado no se requería tanta ciencia, pues para intentar una demanda y hacer una petición podía hacerlo un idiota con ser práctico y versado en negocios, mientras que para ser juez se precisaba ser muy docto.
Por eso. las consideraciones jurídico políticas del juez merecían una atención especial, desde la humilde visión de un abogado y dando por buena la ausencia de toda vanidad que el juez estrella proclama al inicio de su obra, coincidente en esto ambos de que la proyección pública ayuda a defender justas causas; si bien advirtiendo ya en dicha consideración la incongruencia del juez, que a lo largo de todo el libro trasluce que las creencias religiosas deben confinarse a la esfera de lo privado, mientras que todo lo que él cree y lo que hace, incluidos el libro y su matrimonio, lo es bajo el estandarte de llevarlo a lo público, de normalizar situaciones, vivirlas con naturalidad en las esferas pública y privada.
Pero entonces, ¿por qué los creyentes de confesiones religiosas tienen que confinar sus creencias en el ámbito privado y los demás creyentes, sean agnósticos o crean que no crean o sin saber en qué creen y respecto de cualquier creencia, pueden proyectarlas a lo público? Lo cierto es que cuando una sana laicidad, originaria del cristianismo, se deforma en laicismo, entonces acaba por decretarse, como explica Eloy Bueno de la Fuente, la «excomunión política» de lo religioso, es decir, el Estado reclama una confesionalidad agnóstica, respecto de la cual también hay «herejes y criminales».
Al tratar de recluir la religión al ámbito de lo privado y al afirmar que lo religioso es intolerable en el espacio público, el Estado en definitiva se afirma él mismo como lo único absoluto. Pero, además, ¿en virtud de qué el destino colectivo puede ser construido por todos los ciudadanos, pero solo en lo que no tienen de religiosos? ¿Acaso los representantes políticos se despojan en el Parlamento de todo tipo de creencias?
El hoy ministro no sospecha que pueda existir alguien, cualquiera que sea la confesión que profese, que pueda no estar de acuerdo con la Carta de la Laicidad que, al parecer, se entrega a la escuela pública francesa. Menos aún sospecha en qué consiste la deformación laicista que resulta de dichos principios. En este sentido, como señala Gerd Baumann, «el Estado nación tiende a ser secularista, pero no es de ninguna manera secular. Es decir, sitúa a las iglesias y al culto en una esfera privada, pero el vacío de retórica mística y de ritual resultante se rellena rápidamente con una cuasireligión creada por el Estado». Es decir, la laicidad republicana del modelo francés pretende sustituir la comunidad religiosa por un consenso secular en torno a un marco común neutral desde el punto de vista religioso.
Pero ese marco común necesita llenarse de una cultura cívica de carácter cuasi religioso, por lo que cada Estado termina creando su propia religión civil, que es recreada mediante la educación, de modo, como señala Carmen Innerarity, que por eso la escuela no es un espacio profano, la escuela acaba deviniendo en un templo: el templo de la laicidad republicana. Al final, se olvida lo que advierte Jürgen Habermas: «La garantía de libertades éticas iguales exige la secularización del poder estatal, pero prohíbe la sobreuniversalización de la visión secularizada del mundo».
Para el hoy ministro los símbolos laicos en ceremonias laicas deberían aprenderse en la escuela, la cuestión es que la palabra ‘ceremonia’ etimológicamente proviene de Caere y monia. Caere era una antiquísima ciudad etrusca cerca de Roma, donde sacerdotes etruscos celebraban sus ritos; monia aludía a estos actos rituales; en definitiva, la idea de ceremonia, al igual que la idea de fiesta, surgió asociada a lo religioso. Desprovistas de ciertos contenidos, las cosas devienen sencillamente vacías e incluso ridículas. Así v.gr. la pretensión de una «primera comunión» por lo civil. Al final, el problema, como observaba Joseph Ratzinger, es que no existen las sociedades sin algún tipo de culto y, precisamente, los sistemas decididamente ateos y materialistas han creado, a su vez, nuevas formas de culto que, por cierto, pueden ser un mero espejismo y que intentan, en vano, ocultar su inconsistencia tras una ampulosidad rimbombante.
Para el hoy ministro, la educación y los movimientos eclesiales solidarios, incluso con buenas intenciones, lo que tratan es de controlar las almas. ¿Qué es el alma sin una visión trascendente de la persona humana y para quien se declara materialista y dice no creer sino saber «que el más allá es un cuento para alejar el miedo»? Y ¿dónde queda, para él, calificar el control de las conciencias en los regímenes totalitarios?
En otro momento dice: «Debo defender lo que siento que debo defender, siempre que no perjudique la necesaria confianza hacia mi trabajo como juez». Pues bien, deben saber él y otros que, para muchos, con la expresión de su autenticidad, y por alguno de sus propios relatos y reflexiones impregnadas de parcialidad, ya antes de su proceder como ministro, perjudicó su tarea para seguir como juez. Ítem más, bien mirado, debe observarse que son los valores los que deben impregnar los sentimientos, no al revés.
«El pasado -dice- está ahí y no debe frenarnos en la lucha por ser quien somos». Pero en su concepción antropológica, ¿qué es el ser humano y hacia dónde debe dirigirse? ¿En qué fundamenta su ética que da por supuesta? Porque, sin reflexión previa, su autenticidad y coherencia es peligrosa. También se adhiere al pensamiento según el cual «las escuelas religiosas privadas se sostienen con los impuestos de todos» y «en financiar el privilegio y la educación religiosa se van los fondos que por ser de todos deberían sostener la enseñanza pública».
Una vez más. no ve la perspectiva inversa en sus dos facetas: que, en realidad, muchos contribuyentes, a pesar de que pagan las escuelas privadas de sus hijos, no quedan excluidos de impuesto alguno con los que sostener la enseñanza pública de los demás y, por otra, que en financiar ciertos contenidos contrarios a la moral y el sentir religiosos también se van los fondos que muchos contribuyentes aplicarían a destinos realmente formativos. Afirma que la educación no debe tener como misión el control de los ciudadanos, pero luego considera que las iglesias no deben trasladar sus valores ni deben vertebrarlos en la educación; con ello olvida nuestro texto constitucional, que en cambio invoca en otras ocasiones.
También con ello confunde la condición de aconfesionalidad o laicidad del Estado con la desvinculación moral y la exención de obligaciones morales objetivas para los dirigentes políticos, no bajo la pretensión de que los gobernantes se sometan a los criterios de las morales religiosas, pero sí al conjunto de los valores morales vigentes en nuestra sociedad, vista con respeto y realismo, como resultado de la contribución de los diversos agentes sociales, también de las iglesias. Sostiene que la formación académica debe estar basada en el mérito, nunca en las posibilidades socioeconómicas de los ciudadanos, algo que hoy en el Gobierno en que participa no se acepta para las becas.
En financiar el privilegio y la educación religiosa se van los fondos que por ser de todos deberían sostener la enseñanza públicaFernando Grande-Marlaska, ministro del Interior
Cuando expresa que el fenómeno religioso es tremendamente importante a la hora de analizar los problemas de convivencia entre los seres humanos, no late una preocupación por lo religioso en sí, sino por su control, omitiendo que el problema verdaderamente grave es el de la instrumentalización política de lo religioso. Muestra una visión parcial del fenómeno de la Ilustración y de otros muchos aspectos, que no son de tratar aquí. Reconoce que la Imparcialidad, independencia e integridad conforman los principios de la Justicia, para, unas cuantas páginas después, aunque con ligero remilgo, asumir el espíritu del discurso del juez francés Baudot a los jueces jóvenes diciendo, entre otras lindezas: «La ley se interpreta, dirá lo que vosotros queráis que diga. Entre el ladrón y el robado, no tengáis reparo en castigar al robado».
El libro, autobiográfico, es desde luego una expresión sincera de autenticidad de sí mismo. Pero el esfuerzo por ser uno mismo conlleva el riesgo de acabar encantado de conocerse por no tomar uno medidas más allá de sí o tomarlas parcialmente, pero no solo para su organización y gobierno sino para el de los demás, lo que provoca estupor, cuando no pena y espanto. La cuestión hoy es: ¿hasta dónde puede llegar su coherencia consigo el ministro, pero con efecto para los demás?
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