José María Sánchez Galera | 08 de junio de 2020
El jefe de Opinión de El Mundo afirma que «el sanchismo tiene que degradar más profundamente las instituciones democráticas antes de que se pueda acometer su reconstrucción»
Es reconocible por su facilidad para sonreír, aunque lo intenta disimular una barba desordenada como la mesa de un viejo redactor. Es una sonrisa algo pícara e inocente, de ese niño que pensaba que llevar la corbata sin anudar ya era ser un gamberro. Quizá por eso a veces introduce —como puñetazo de terciopelo— alguna palabra gruesa en sus columnas. O quizá sea la compleja herencia de un milenio que expiró viendo a ancianos quejumbrosos como Francisco Umbral, Fernando Fernán Gómez o Camilo José Cela, y a jóvenes insolentes como Tarantino. O quizá no otra cosa que la franqueza castellana de los Quevedo y los Cervantes, o la crudeza latina de los Marcial y Horacio.
En la universidad se entregó, precisamente, a los clásicos y también a autores muy modernos. De hecho, desde sus inicios, ha dedicado innumerables horas a la crítica literaria; por ejemplo, sus docenas de reseñas en Aceprensa. A partir de entonces, ha ido subiendo escalón a escalón —revistas locales, La Gaceta de los Negocios antes y después de Intereconomía, Jot Down, un copioso etcétera—, hasta dirigir la sección de Opinión de El Mundo. Lo compagina con otra tarea del oficio, como son las tertulias de La Sexta o algún rato que charla en la COPE. Y con la publicación de varios libros que deambulan entre el ensayo más o menos sólito —La granja humana (2015), El hígado de Prometeo (2016)—, el colectivo —su colaboración en La España de Abel (2018) y en La sorpresa Vox (2019)— y el «dietario de juventud» de sus Crónicas biliares (2017), o la semblanza de personajes históricos en Vidas Cipotudas (2018).
El madrileño y merengón Jorge Bustos Táuler (1982) parece que es creyente de alguna suerte de constitucionalismo liberal sin rigideces, etiquetas ni adjetivos tajantes, pero, sobre todo, es un irónico practicante. De esa ironía que escuece a los fuertes y que, por lo general, solo aspira a atemperar el puritanismo. Por eso puede disfrutar con un Mourinho desencadenado y que escupe en el mármol impoluto del Olimpo donde se micciona perfume de azahar. Porque sabe que es un Olimpo de cartón piedra y que ese perfume no es más que colonia barata. Pero, en el verdadero Palacio de Invierno, Bustos es capaz incluso de acicalarse la barba y vestir con la discreción que bien le enseñaron en casa.
Pregunta: Hughes, Jabois, su querido Gistau, Soto Ivars, usted… Todos con barba.
Respuesta: Y no te dejes a Isco ni a Benzema. La barba es una moda cómoda, pero quizá también sea una decisión vital: un «ahora nos toca» o algo así, pero sin los rancios compromisos de los barbudos setenteros.
Pregunta: Abascal, con su barba de conquistador, y Casado, con su barba de rey escurialense.
Respuesta: La de Abascal es orientalizante, los persas podrían acusarlo de apropiación cultural y los suyos de cultivar la estética del enemigo, pero le queda bien. Lo de Casado fue una decisión del verano pasado, el verano en que el lampiño Rivera decayó y Casado quiso ganar gravitas marianista.
P.: Además de la barba, ¿hay algo que defina a esta generación?
R.: Alguien la ha definido como xennials, una generación de paso entre el mundo pretecnológico —llamar a casa de la novia desde la cabina— y la vida ya directamente virtual del milenial. Definir generaciones es un pasatiempo de pedantes, porque aquí cada uno es de su padre y de su madre. Pero, en lo periodístico, creo que fuimos los primeros en hacer saltar el tapón generacional de los contemporáneos de la Transición, que ha copado la política y el periodismo hasta la gran recesión de 2008-2014, cuando algunos empezamos a darnos a conocer.
Definir generaciones es un pasatiempo de pedantes
P.: Una generación que ha llevado a la Vicepresidencia del Gobierno a un señor que dice que se emociona cuando pegan a policías, y que se siente orgulloso de haber tenido a su padre en el FRAP. Por no hablar del abuelo.
R.: Eso debe de ser culpa de los milenials. Fuera de bromas, Podemos no es más que la vieja mitomanía izquierdista de un país que idealizó el marxismo porque tuvo una dictadura de derechas. Su mercancía es tóxica, pero se distribuye recalentada en los microondas de la universidad pública española, donde toda religión política tiene su cuarto propio de aire enrarecido, sin ventilación. La crisis les dio la oportunidad y la tele el eco. España es un país católico y está condenado, como decía Foxá, a ir detrás de los curas, bien con un cirio, o bien con un garrote. Iglesias no es más científico que el Betis, los suyos lo siguen a cambio de emociones de pertenencia y nada más. Odio a la razón e ignorancia absoluta de lo que es una democracia liberal.
P.: Después de Auschwitz se ha seguido escribiendo poesía. ¿Podremos volver a escribir leyes justas después de esto?
R.: La noche es más oscura justo antes del amanecer. Aún el sanchismo tiene que degradar más profundamente las instituciones democráticas antes de que se pueda acometer su reconstrucción.
P.: En los años 90, el único partido político que podía presentar a un asesino, a un golpista o a un pederasta como cabeza de lista electoral era Herri Batasuna. Ahora lo hacen bastantes partidos.
R.: Porque ya no abrimos los informativos con el último guardia o concejal reventado por una bomba lapa de ETA. La Transición fue una excepción: la hizo posible la memoria viva de la violencia, que vacuna mucho. La frivolidad y el coqueteo con el radicalismo es un vicio de pijos de izquierda con todos los gastos pagados por una democracia del primer mundo.
En la universidad pública española, toda religión política tiene su cuarto propio de aire enrarecido, sin ventilación
P.: ¿Exagero si cito a Hannah Arendt?
R.: Arendt nunca exagera, al revés. Lo escandaloso de su tesis más exitosa es que el mal es banal, es el fruto del trabajo que hacen funcionarios sin conciencia en cumplimiento de su deber, obedeciendo con probidad. El humanismo es lo contrario del mal totalitario, porque le importan los medios tanto como los fines, pero para ser un humanista hay que leer libros gordos, no estados de Instagram.
P.: Cánovas o Maura no habrían elegido como lema político «Manual de resistencia».
R.: Ni Cela. Sánchez sabe que el que resiste gana porque España es desmemoriada de suyo, pero en la era de la aceleración informativa mucho más. Además, se presenta bajo las siglas del partido alfa de los medios de comunicación en España. Si pegara un tiro a un vecino en la Gran Vía, como mínimo la mitad de los tertulianos, redactores y tuiteros del país lo justificaría. Algo habría hecho el tiroteado.
P.: Algo habremos hecho bastante mal para llegar aquí.
R.: No somos especialmente malos ni especialmente buenos. Somos un país con sus cosas, como todos, si acaso con una sospecha más acusada hacia la inteligencia, compensada por una cálida hospitalidad popular. Quizá nuestro error colectivo más suicida es el igualitarismo innegociable, esa pulsión de rechazo a que nuestras élites sean claramente mejores que nosotros. Preferimos poder reírnos de un ministro que tener que envidiar su valía.
Iglesias no es más científico que el Betis, los suyos lo siguen a cambio de emociones de pertenencia y nada más
P.: De todos modos, usted muchas veces elude lo que llama «jeremiada».
R.: Claro. Primero porque Pinker y Rosling siguen diciendo la verdad: con los datos en la mano, seguimos estando infinitamente mejor que nunca. Segundo, porque la jeremiada es una impostura para vender libros o noticias o lo que sea: vende mucho más el apocalipsis que la responsabilidad de labrar tu propio futuro. Si todo se va al carajo, entonces yo puedo dedicarme a la picaresca y a la queja, estoy exonerado de mi propio deber conmigo y con la sociedad. Si todo es una mierda, yo puedo serlo tranquilamente también.
P.: Don Francisco Rodríguez Adrados escribió en 1980 una valoración bastante crítica del sistema educativo de BUP y COU. Decía que era un bachillerato muy corto, con poca presencia de los clásicos, y que se había convertido en «una losa de plomo sobre la cultura española, una responsabilidad que nadie ha exigido todavía pero que algún día se exigirá».
R.: Acabo de terminar el libro ya clásico de Wilfried Stroh El latín ha muerto, viva el latín. Su optimismo es contagioso, pero se te pasa cuando dejas de mirar a Alemania y miras a España. Las humanidades crean hombres libres e imaginativos, empáticos y resistentes a la frustración. El latín me ha enseñado todo lo que sé sobre el modo de disponer las palabras en una frase y las ideas en un párrafo para tejer columnas, y esas columnas parece que tienen lectores, así que su utilidad en mi caso es puramente crematística. El latín y el griego a mí me han sacado de la precariedad.
P.: Ahora se considera muy freak que un periodista haya leído a Calímaco, a Shakespeare, a Lope o a Horacio; lo que piden las empresas es certificación Google y tener una cuenta de Instagram muy activa.
R.: Te he respondido en la anterior. Pero no hay que leer para encajar en el mercado laboral, eso llega como consecuencia natural de tu desarrollo mental. Hay que leer para vivir una vida digna de ser vivida. La Odisea es un placer, hasta un milenial puede disfrutarla.
El sanchismo tiene que degradar más profundamente las instituciones democráticas antes de que se pueda acometer su reconstrucción
P.: Usted es de los que han resucitado a Julio Camba, González-Ruano o Chaves Nogales.
R.: Yo no he resucitado nada, yo los he leído. El que llega a un oficio sin conocer a sus maestros es un gilipollas pretencioso. Es como si un joven ajedrecista no se empolla las partidas de Fischer o Kasparov. No vas a ganar a nadie, muchacho.
P.: ¿Cómo compite un periódico, en medio de un ambiente de activismo mediático, de crisis publicitaria, de buenos contenidos y periodistas que solo funcionan en Internet, y cuando incluso algún que otro partido político monta su propio digital?
R.: Compite fácil: porque tertulias y tuits siguen alimentándose de las noticias y opiniones que publica cada periódico cada día. Alguna vez una radio da una noticia propia, alguna vez un tuitero revela algo que no es mentira. Pero la comida sobre la que opina luego el personal se sigue cocinando en redacciones de cien tíos y tías a los fogones cada día. Ahora pedimos dinero por esa comida y la gente se escandaliza, aunque cada día menos. Pero o se paga la cuenta o no habrá restaurantes. Es simple, que diría Mou. Lo de la prensa de partido es tan viejo como el mundo; su problema es lo rápido que se queda sin audiencia.
P.: Le doy una lámpara con tres deseos: reformar tres aspectos de la sociedad, de la cultura, de las instituciones, del periodismo… Tres.
R.: Escribo artículos para no tener que escribir leyes, amigo. Me conformaría con una reforma educativa en el sentido opuesto al que propalan los pedagogos, esos traidores de la clase obrera y la clase media. Sin exigencia solo hay Venezuela.
Con Mourinho aprendimos y practicamos el populismo, pero en un campo inofensivo como el fútbol
P.: ¿Somos ahora como el Real Madrid del interregno 2004-2011? Un equipo que no competía en Europa, y, muchas veces, ni en España.
R.: España es bastante peor que el Real Madrid de las dos últimas décadas, por desgracia. Demasiado tiempo sin exigirse a sí misma.
P.: En junio de 2010, Mourinho llegó al Madrid.
R.: Fue muy divertido. Aprendimos y practicamos el populismo, pero en un campo inofensivo como el fútbol. El mourinhismo, como ha dicho alguien, fue nuestro 15M. Luego maduramos, pero todos tenemos nuestro corazoncito.
P.: ¿Qué liderazgo se necesita ahora como sociedad? ¿Un Mourinho, un Carletto o un Zizou? ¡No me diga que un Guardiola!
R.: Los entrenadores me temo que nos los va a poner Europa y se van a parecer más a Mou. No hay otro camino para salir de este marasmo de mediocridad, miseria moral y flaccidez intelectual.
Gregorio Luri es un maestro en el sentido originario del término; un maestro de escuela, un señor que ha dedicado su vida a enseñar a los jóvenes. Pero, enseñar ¿qué? Y ¿para qué?
El profesor Fernando Lillo explica cómo logra entusiasmar a los milenials con el Latín y el Griego, y repasa la vida cotidiana de la Roma clásica en su nuevo libro, «Un día en Pompeya».