Javier Pérez Castells | 04 de junio de 2020
Aunque el virus deje de ser una grave amenaza, el desarrollo de una vacuna es esencial para aplicarla a los vulnerables, prepararnos para nuevos rebrotes y aprender de cara a futuras pandemias.
En los últimos días, siguen aumentando las voces que hablan de la atenuación del virus. Ya hay estudios en Italia que demuestran que incluso los pacientes más mayores cursan la enfermedad levemente. No así en América, con números de fallecidos y hospitalizados crecientes y curvas todavía muy empinadas. Posiblemente, la carga viral allí sigue siendo elevada y las variantes del virus son más virulentas.
Mientras tanto, sigue en marcha la carrera en pos de la vacuna. Incluso en el afortunado caso de que el virus dejara de ser una grave amenaza por sí solo, el desarrollo de una vacuna es esencial, al menos por tres razones: para vacunar a los vulnerables, para prepararnos para nuevos rebrotes (incluso dentro de años) y para aprender y mejorar el desarrollo de las mismas ante nuevas pandemias a cargo de otros virus.
De los 100 proyectos de vacuna en marcha, actualmente ya hay siete en fases clínicas. Se están acortando tanto los tiempos que es inevitable sacrificar, en parte, la seguridad y la precisión. Se ha propuesto que para la fase 3 (la más cara y duradera, porque debe probarse la vacuna en miles de pacientes a lo largo de todo el mundo) se utilicen voluntarios jóvenes y sanos a los que, tras inyectarles la vacuna, se les inocule el virus para comprobar la eficacia, en lugar de dejarlo al albur de la infección por vías naturales. Es indudablemente controvertido desde el punto de vista ético.
Hay cuatro estrategias diferentes para hacer vacunas y se están intentando todas, lo cual puede ser un gran avance para el mundo de las vacunas en general. Se trata de introducir en el organismo «algo» que empuje a nuestro sistema inmunológico a desarrollar anticuerpos de recuerdo que señalicen, para su posterior destrucción, cualquier entrada del verdadero virus en nuestro organismo. Obviamente, ese «algo» no puede producirnos ninguna enfermedad, aunque a veces sí pequeños efectos secundarios.
Para empezar, lo más clásico son las vacunas basadas en el propio virus. Se pueden desarrollar partículas virales inactivadas partiendo del propio coronavirus, haciéndolo pasar en numerosas ocasiones por mutaciones hasta lograr una cepa que sea prácticamente inocua, pero que produzca los anticuerpos deseados. Una variante es inactivar el virus por tratamiento con productos químicos o calor. Estas aproximaciones requieren trabajar con cantidades importantes de virus reales y, por tanto, la investigación tiene peligro.
La segunda estrategia sería el uso de vectores virales, es decir, otros virus sometidos a cambios por ingeniería genética para que produzcan proteínas del coronavirus. Se pueden utilizar virus conocidos y de alguna forma fáciles de domesticar, como el del sarampión, para cambiarlos y que codifiquen la proteína S del pico del coronavirus. A la partícula viral se le puede dar capacidad reproductiva o no. Produce una inmunización muy completa, pero hay que tener cuidado de que nuestro sistema inmune no destruya esta partícula, por estar inmunizado contra el virus vector, como puede ser el caso con el sarampión.
La tercera estrategia se basa en utilizar material genético del virus. Estas vacunas son de lo más moderno y no hay ninguna en el mercado todavía. Se trata de introducir trozos de ADN o ARN en nuestras células para que las propias células humanas produzcan la proteína S del virus y disparen la respuesta inmune.
Finalmente, se puede inocular directamente la proteína S o una parte de la misma (el dominio de unión al receptor de la célula humana). Estas vacunas suelen necesitar coadyuvantes para estimular el sistema inmune y varias dosis.
Existe una gran interés geopolítico en que la compañía que saque la vacuna en primer lugar sea de un determinado país. Los Gobiernos se afanan en apuntarse el éxito y buscan asegurar el suministro para su población. Esta rivalidad se percibe especialmente entre Estados Unidos y China. Es como una carrera de caballos. De los siete destacados, antes aludidos, tres están centrando la atención mediática.
En primer lugar, la vacuna realizada con virus inactivado desarrollada en China. Un reciente estudio realizado con unos 100 pacientes mostró que desarrollaron inmunidad tras la administración de una sola dosis (la inmunidad era efectiva en el 75% de los que recibieron la dosis más alta). En segundo lugar, la vacuna de la empresa americana Moderna, en colaboración con Johnson&Johnson. Se trata de una vacuna de ARNm que se ha probado con éxito en 45 pacientes que desarrollaron una inmunidad comparable a la de las personas recuperadas de COVID-2.
Actualmente no existe ningún medicamento autorizado para tratar o prevenir la COVID-19Organización Mundial de la Salud, OMS
Pero, sin duda, el caballo que va destacado en cabeza es el de la vacuna desarrollada en la Universidad de Oxford, que ha adoptado la compañía AstraZeneca para su producción. Es la única con la fase 3 iniciada y ha sorprendido esta semana con el anuncio por parte de la farmacéutica de que dispondrán de al menos 400 millones de dosis de la vacuna para su administración general en septiembre u octubre. Es una vacuna basada en un vector viral de un adenovirus (un virus de catarro común).
La financiación de las vacunas en marcha está siendo mayoritariamente privada y, aunque las compañías han renunciado al beneficio por el desarrollo, no podrían asumir unas pérdidas multimillonarias en caso de que se prevea que, al final, la salida al mercado puede llegar cuando la pandemia se haya desactivado sola. No debería ocurrir lo mismo que con el SARS. En aquel caso, la desaparición de la pandemia cortó drásticamente con los programas de desarrollo de antivirales y vacunas. Esperemos que los estudios lleguen al final para bien de todos, porque nos ayudarán a estar más preparados para pandemias futuras.
La evolución del coronavirus en los distintos países ha dependido de cómo se tomaron las decisiones al inicio de la pandemia. Es posible que para final de año deje de ser una preocupación.
Las buenas prácticas de manipulación son esenciales para protegernos del posible contagio de agentes patógenos presentes en los alimentos (bacterias, virus, parásitos, etc.). Aplícalas al preparar tus comidas, al igual que te proteges al salir de casa.