Mariona Gúmpert | 12 de junio de 2020
A quien tiene claro que casarse no es un final feliz, sino la línea de salida de un camino que requiere un esfuerzo casi constante, todas estas dificultades no lo habrán cogido desprevenido.
Prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida
Asociamos -aunque sea de forma inconsciente- esta fórmula a películas románticas, donde la mención a la pobreza y a la enfermedad parece un mero trámite que cumplir, pero que en ningún caso cruza por la mente del espectador. La muerte que separará a los esposos queda demasiado lejos como para que siquiera aparezca en el horizonte. Estos meses, sin embargo, han puesto de manifiesto a toda la población que la adversidad, la falta de salud y la muerte son acontecimientos de los que no se ve libre ningún ser humano.
Quiero creer que a quien tiene claro que casarse no es un final feliz, sino la línea de salida de un camino que requiere un esfuerzo casi constante, todas estas dificultades no lo habrán cogido desprevenido. O, al menos, no tanto como a otras parejas. Al fin y al cabo, utilizamos el mismo término para hablar de dos tipos diferentes de lucha: uno puede contraer matrimonio, y también contraer coronavirus. En el primer caso, se entiende que se hace de forma voluntaria, lo que no queda tan claro es qué grado de conciencia hay a la hora de asumir ese compromiso. En este sentido, sería un servicio de utilidad pública recordar la frase de Chesterton a aquellos novios que quieren dar un paso más en su vida: «He conocido muchos matrimonios felices, pero ni uno solo compatible».
Llevamos más de dos meses viviendo una situación extraordinaria que nos ha puesto a prueba a todos. Las primeras víctimas fueron los miles de fallecidos, sus familiares y el personal sanitario que ha estado atendiendo a los enfermos en primera línea. Ahora que la mortalidad ha sido controlada, las preocupaciones empiezan a ser otras: se habla del impacto económico de la crisis y de la afectación psicológica que ha tenido y tiene sobre la población en general.
De una forma estrictamente científica, no podemos saber cuáles están siendo actualmente los efectos de la pandemia de la COVID-19 sobre la salud mental. Sí ha habido experiencias previas de confinamiento debidas a epidemias de SARS (síndrome respiratorio agudo grave, grupo de enfermedades causadas por diferentes virus, entre los que se encuadra la COVID-19). Sobre estas pandemias sí que existen estudios rigurosos que describieron las siguientes características en personas que padecieron confinamiento: agotamiento, desapego hacia los demás, ansiedad, irritabilidad, insomnio, baja concentración, indecisión, deterioro en el rendimiento laboral, entre otros.
Para el tema que nos interesa -los matrimonios y parejas puestos a prueba durante la crisis de la COVID-19- resulta relevante tener presente que, además de los síntomas descritos, los niños que estuvieron encerrados en sus casas presentaron una probabilidad cuatro veces mayor de padecer trastornos de estrés postraumático que aquellos que no estuvieron confinados. En el caso de los padres, el riesgo de padecer este mismo síndrome es del 28%.
Teniendo presente este panorama, no es de extrañar que muchos despachos de abogados hayan declarado un aumento inusual de los trámites de separación y divorcio, parecidos a los que suelen darse en septiembre y en enero. Es decir, justo después de las épocas del año en las que los miembros de la pareja (o del matrimonio) pasan mayor tiempo juntos.
Son los baños de humildad los que nos van haciendo conscientes de que sin Él no podemos nada. Cuanto más humildes, más espacio hay para que la gracia actúe en nosotros
Así pues, si usted se ha exasperado durante este tiempo y ha tenido ganas de tirar por la ventana a su cónyuge, o a todos sus hijos, no se preocupe: seguramente haya sido la tónica general de todas las familias españolas, en mayor o menor grado. En todas las bodas católicas suele leerse el famoso «El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta». No sé ustedes, pero yo no me he visto reflejada estos meses en esas palabras, lo cual es bueno: son los baños de humildad los que nos van haciendo conscientes de que sin Él no podemos nada. Cuanto más humildes, más espacio hay para que la gracia actúe en nosotros.
La parte positiva de los roces y peleas, de la sensación de estar llegando al límite, es que los matrimonios que hayan sabido sobreponerse se habrán visto reforzados, ya fuera porque estaban al tanto de que la convivencia es una aventura complicada o porque los que no lo supieran hayan caído en la cuenta de esto y hayan decidido seguir adelante con el delicado arte de compartir una vida en común (y criar niños, en caso de que los haya). Dado que la familia es el sostén de la sociedad, no puede dejar de alegrarnos este aspecto de la cuestión.
Asimismo, y para concluir, todo esto me recuerda a las personas que utilizan la existencia del mal físico como prueba de la inexistencia de Dios: si existiera un Dios bondadoso, no habría catástrofes naturales, enfermedades o accidentes desafortunados. A lo que yo suelo responder lo que decía Miguel Ángel cuando le preguntaban cómo hacía para obtener de un trozo de piedra estatuas tan sublimes: «Su alma ya está ahí escondida, yo solo quito lo que sobra». Cada cincelada, cada prueba duele, pero merece la pena pasar por ello si conseguimos sacar la mejor versión de nosotros mismos, especialmente si de lo que hablamos es de dos personas unidas en matrimonio.
El divorcio exprés a precio de saldo es el síntoma de una sociedad que ya no cree posible que el matrimonio pueda ser para siempre.
El hombre que vive al margen de la Fe ve el deseo físico como un fin en sí mismo. Tras alcanzarlo, el abismo. Sin embargo, el deseo con una finalidad mayor, sobrenatural, consigue parecerse a Dios.