Isidro Molina | 25 de junio de 2020
El Estado moderno se empeña en sustituir a Dios. La pandemia ha acelerado este proceso y es necesaria una reflexión ante la inquietante «nueva normalidad».
En estos tiempos donde la curva de mortandad por la COVID 19 está en franco detrimento -gracias a Dios nuestro Señor- y vivimos la escalada del desconfinamiento hacia la promesa gubernamental de la inquietante «nueva normalidad», quisiera reflexionar en alto sobre ¿cómo hemos vivido esta crisis imprevista?, ¿cuál ha sido nuestra actuación como cristianos miembros de la Iglesia?, ¿bajo las medidas de salud pública el Gobierno ha pasado por encima de las libertades fundamentales, por razones electorales y a fin de seguir en la Moncloa?
La Iglesia desde el primer momento nos ha recordado e invitado a cuidar de los demás, respetando las regulaciones impuestas por el orden público del Estado. Personalmente y con esta corta distancia, vemos que han surgido dudas. ¿Hemos estado presentes o nos hemos retirado hasta que pasara la pandemia? Sin duda, no faltan testimonios de capellanes en hospitales y en morgues que han estado al pie del cañón, expuestos sin temor por amor a Dios y al prójimo para el cuidado de los fieles, y que han corrido la suerte de la muerte como tantos en nuestra patria. Con la apelación al cuidado de la vida, la Iglesia ha sido fiel al mandato de cuidar el bien recibido de la vida y protegerlo, recordándonos las palabras de san Juan Pablo II: «El hombre es el camino de la Iglesia», porque la vida es un bien recibido por gracia de Dios y es nuestra responsabilidad cuidarla, protegerla y hacerla crecer.
Pero esto que sabemos convive con la percepción de muchos de que la Iglesia se ha puesto a la sombra de la acción del Estado, incluso antes que el Estado mismo. Sin duda que para la Iglesia ha sido labor principal acompañar a todos los fieles en este tiempo, sirviéndose de los medios, sobre todo tecnológicos y digitales -que son los que se podían utilizar-. Estos medios son un gesto de caridad pastoral, pero la caridad no es hacer favores, es hacer memoria de Cristo. A mi entender, esto ha sucedido a la vez con la sensación de quedarnos en casa como una pausa de lo eclesial.
A esto hay que sumar los numerosos testimonios de intervención policial y desalojo en los lugares sagrados durante las celebraciones de la Santa Misa, sin que me conste que nadie haya alzado la voz -de los que tienen responsabilidad de hacerlo- contra este atropello. En esto vemos que nuestra sociedad laica no ve ni mucho menos como un bien esencial la vida espiritual. Lo peligroso es que los propios cristianos se contagien de esta mirada opaca.
La rapidez de estos acontecimientos quizá haya imposibilitado la reflexión teológica de la historia sobre esta pandemia, percibiendo con nitidez que la COVID-19 imponía un cambio de vida que el cristiano no puede ver como una conversión. ¿Se entiende esta ausencia? No del todo, pues la vida humana con su libertad pertenece esencialmente a la inteligencia de la realidad, pues esta, la realidad de la vida y lo que en ella sucede, se deja conocer.
La petición, la ofrenda y la acción gracias, esta tríada de hábitos, que son religiosos por naturaleza, la ocupa lo que hoy llamamos el Estado moderno. Por eso tantos de los nuestros ya no piden a Dios, piden al Estado
Puede surgir la cuestión de si es un castigo divino. El testimonio de tantos creyentes en la caridad ha sido la respuesta a esta cuestión, pues era una invitación a la esperanza para crecer en la percepción de que el Evangelio es un bien inmenso y que nos lleva a mirar la vida en su completitud con la vida eterna; estos ojos de fe que nos hacen ver la realidad en su totalidad y que el virus, como tantas otras cosas de la vida, nos lleva a percibir la vida fragmentada y sin significado o, por lo menos, con un significado muy reducido.
Guardar estas cosas en la memoria de lo que hemos conocido y reconocido como bueno y verdaderamente humano nos conviene, sin olvidarnos también del testimonio de tantos sanitarios con esfuerzos extenuantes que han hecho evidente lo que su profesión conlleva, profesar con su vida el cuidado de los pacientes hasta el punto de poner en riesgo e incluso perder la suya por ellos. Porque hay vocaciones que, incluso sin saberlo, son una confesión de fe en Dios y que, vistas en acción, son ocasión de testimoniar el bien de la vida y la necesidad de cuidarla, aunque lo que hayamos visto es la invitación constante por los medios de comunicación al aplauso -sin duda, merecido-, pero excesivamente cargado de una emotividad inmanente, que ancla en el sentimiento su eco como horizonte último.
Ante la cercana «nueva normalidad», ¿volveremos nosotros iguales? ¿Tendremos otra conciencia, otra capacidad de análisis? ¿Plantearemos nuevas exigencias a las autoridades o serán ellas las que nos las impongan?
Son muchas las incógnitas que se despiertan en estos días. En particular, en la relación de la Iglesia con el Estado, debido a que muchas decisiones gubernativas no parece que hayan tenido en cuenta o reconocido la importancia de la fe cristiana para la vida de la sociedad. En principio, la Iglesia ha respetado las competencias del Estado, como ya hemos dicho, que son las de orden público y confinamiento para luchar contra la pandemia. Estas regulaciones chocan directamente con la vida de la Iglesia y de sus celebraciones. Y, así, hemos visto supermercados abiertos e iglesias cerradas.
Aquí no han surgido dudas, ha sido manifiesto que el Estado no percibe como un bien la participación de los fieles en las celebraciones litúrgicas con todas las reducciones de aforo e higiénicas, enfatizando que cada uno se quede en casa como mejor medida para acabar con la pandemia; por no hablar de los ritos funerarios en estos días pasados, que evidencian que somos la primera generación de humanos que no se definen como mortales -aunque lo seamos-. Que esta ceguera no tenga que ver con el menosprecio de los Estados con la Iglesia y con el cambio de estatus de la religión en nuestras sociedades sería torpe no apreciarlo. Es un error grave en la concepción del Estado no reconocer el espacio de la libertad religiosa y de conciencia.
La deriva de los Estados modernos es la de mostrarse ellos mismos como garantes y guías morales de la sociedad. Y es que tenemos que entender que a este modo de proceder se le llama «progresismo». Esto produce un efecto perverso, que la constitución de una sociedad libre solo se hace mediante la supresión agresiva y violenta de los precedentes que conlleven la transmisión de toda Tradición. Esto en el plano psicológico se ha popularizado con una persona que dijo: «El proceso de maduración psicológica de un sujeto solo se consuma mediante un acto que se llama parricidio». Y es que en algún momento hay que matar al padre para la forma subjetiva de una sociedad revolucionaria y libre que se tiene con conformar contra lo que era el antiguo régimen, que era una estructura de naturaleza patriarcal. Y es que el Estado moderno se ha apropiado de la petición, de la ofrenda y de la acción de gracias. Esta tríada de hábitos, que son religiosos por naturaleza, la ocupa lo que hoy llamamos el Estado moderno. Por eso tantos de los nuestros ya no piden a Dios, piden al Estado.
¿Es necesario que el Estado se ponga como institución sustitutiva de Dios? Pues no, pero es lo que está pasando, y sería grave no decirlo y predicarlo. Hoy España es una república que se llama monarquía, como Estados Unidos es una monarquía que se llama república. La democracia, y con ello el Estado moderno, se ha convertido en Dios; blasfemar contra ella es correr la suerte de los que antiguamente blasfemaban contra Dios, con la salvedad de que Dios puede probarte, pero el Estado moderno vive de nuestros impuestos. Es claro que las sociedades democráticas se constituyen sobre la igualdad y las sociedades conservadoras sobre la mismidad, es decir, la comunidad donde los que se aman y son amigos, siendo lo mismo, no son iguales. En conclusión, hoy hay familias, rey e Iglesia, pero son irrelevantes y lo serán cada vez más, a no ser que empecemos a tomar conciencia de que:
«Si el Señor no construye la casa;
en vano se cansan los albañiles;
si el Señor no guarda la ciudad,
en vano vigilan los centinelas» (Sal 126,1)
Si salimos con bien de este aviso de la Creación, no sería mala idea celebrarlo con un «Te Deum», como aquel de la plaza de España de Barcelona en enero de 1939.
El confinamiento por el coronavirus ha vaciado los templos, al tiempo que surgen multitud de iniciativas que llevan a las redes sociales el día a día de la Iglesia.