Mariona Gúmpert | 26 de junio de 2020
La infodemia es una patología psiquiátrica grave surgida a raíz de la pandemia, que se ve muy acentuada por la mala gestión de la información por parte de los Gobiernos y de los medios de comunicación.
Infomanía: adicción al móvil y a estar constantemente informado de «lo que está pasando». Todos sabemos de qué hablo. De este trastorno se ha derivado uno más peligroso, la infodemia, término que han acuñado recientemente los psiquiatras de EE.UU. para referirse a las actitudes y patologías que han surgido ahora a raíz de la pandemia de la COVID-19.
Esta nueva patología, resultante de la combinación entre infomanía y epidemia mundial, provoca trastornos psiquiátricos realmente severos. La infodemia se ve muy acentuada por la mala gestión de la información por parte de los Gobiernos y de los medios de comunicación: el ciudadano asustado y acostumbrado a buscar de forma compulsiva información en internet acaba por quedar confundido, con gran sensación de incertidumbre y, en consecuencia, lleno de miedo. De ahí que acaben mostrando conductas irracionales, y padeciendo ansiedad, desconfianza y paranoia.
Tenemos sobradas razones para desconfiar tanto de la información que proporciona el Gobierno como de la que nos otorga cualquier diario, sea del color que sea. Salvo contadas excepciones, casi todos los gobernantes han dejado de buscar el bien común para simplemente aferrarse a la poltrona. Con los periódicos pasa un poco más de lo mismo; dependen de la publicidad y de las ventas, de forma que se ven abocados a seguir vendiendo de forma masiva. En una época de sobreinformación, en la que concentrarse en leer algo durante más de cinco minutos es una gran proeza, no extraña que los medios hagan uso del titular sensacionalista, a pesar de que lo maticen más tarde en el texto, si es que lo hacen. La mayoría de lectores no pasa del titular, de modo que el problema queda asegurado.
Por ello, los medios están perdiendo cada vez más su papel como uno de los contrapesos importantes de aquellos que detentan el poder, algo fundamental en una democracia saneada. En otras palabras, pierden «autoridad». Pongo el término entre comillas porque me refiero ahora a un concepto de la antigua jurisprudencia romana de difícil traducción, la auctoritas. La auctoritas romana se oponía a la potestas, es decir, quien ostentaba el poder real y coercitivo. Por trasladarlo a vocabulario actual, la auctoritas se refiere más a términos como autoridad académica («este médico es una autoridad en su campo»); es decir, a personas que no tienen ningún poder sobre el resto de la sociedad, pero a las que se les consulta debido al saber que poseen.
¿Dónde ha quedado la autoridad durante la epidemia? Los periódicos deberían haber consultado más a los representantes de esta, pero sin ánimo sensacionalista o para apoyar su línea editorial. No puede uno simplemente consultar a un par de especialistas, sino investigar qué dice la comunidad científica en general. Hacer esto es relativamente fácil, dado que los colegios de médicos tienen sus propias publicaciones, en las que explican de forma sencilla lo que, según sus criterios, está ocurriendo. Sin embargo, los medios de información no se han hecho eco de estas fuentes. Prefieren utilizar a un par de sanitarios, la mayoría de las veces de marcada ideología política. Si los periódicos fallan como transmisores de la auctoritas, y a esta se la ignora de forma sistemática, nos queda un panorama de ciudadanos asustados y casi paranoicos, sin nadie de quien poder fiarse: el público perfecto que cualquier dictador desearía para sí.
Antes de la llegada de internet, había una teoría famosa de la formación de la opinión pública (Robert Dahl), según la cual esta se formaba en cascadas, con diferentes remansos entre cascada y cascada, en los que la información se mezclaba entre sí, asegurando de este modo la pluralidad. Así pues, en lo alto del río estaría la élite socioeconómica, cuya visión de las cosas iría amalgamándose, hasta caer en cascada hasta el siguiente remanso: el poder político. A su vez, los diferentes actores políticos irían digiriendo y mezclando la información, que caería al siguiente remanso: los medios de comunicación, quienes interpretarían los datos que les llegaran, transmitiéndolos al público que los lee habitualmente. Estos digieren la información según su enfoque personal, y la transmiten a sus allegados. En teoría, este proceso no sería unidireccional, sino que cada tramo influiría en los demás. Si ocurriera así, en teoría se cumpliría uno de los requisitos para conformar una democracia en la que la libre circulación e interpretación de los hechos quedaría asegurada.
Ahora bien, ¿es esto lo que ocurre? Creo firmemente que no. En primer lugar, y aunque no tuviéramos la sobresaturación de información haciendo ruido, existe un fenómeno llamado «aversión a la disonancia cognitiva», que no es otra cosa que la evitación de cualquier información que venga a desequilibrar nuestras creencias de base. Esto explica por qué la gente suele informarse a través de una única línea editorial, por ejemplo.
Asimismo, existe una cosa llamada «posverdad», de la que hemos oído hablar todos, y de la que normalmente creemos que es un eufemismo para referirnos a la mentira y no es así, por desgracia. ¿Por qué lo lamento? Porque la mentira suele ser lo opuesto a la verdad y la posverdad es algo más peligroso, y que ha llegado para quedarse, con todos los peligros que implica.
Como nos cuenta Miguel Ángel Quintana Paz, la posverdad es un rasgo relevante de nuestra era, en la que la diferencia entre verdad y mentira ya no nos parece relevante en absoluto. A los poderes fácticos no les interesa ya difundir mentiras entre los ciudadanos, sino dirigir el flujo de «información», haciendo creer al ciudadano que lo importante es que este crea que no solo forma su propia opinión sobre qué es verdad, sino que hasta cierto punto la crea y moldea. El refranero nos dice que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, pero ¿qué hacer con una sociedad en la que ya nadie tiene intención de pillar al mentiroso?
Todos los hombres desean, por naturaleza, saberAristóteles, Metafísica
La pregunta es: ¿por qué hemos llegado esto? Aristóteles comienza su famosa Metafísica diciendo: «Todos los hombres desean, por naturaleza, saber». Y saber implica, per se, la búsqueda de la verdad. Ahora bien, ciertos derroteros de la historia del pensamiento nos han llevado hasta aquí: la Ilustración, con el hombre como medida de todo; el Romanticismo, en el que el hombre no solo no es medida de todo, sino que crea ese todo, incluida la verdad, como señal de libertad máxima.
Muy pocos filósofos han deseado seguir persiguiendo el misterio de cómo es que las personas tenemos acceso a la realidad y somos capaces de conocer, tema filosófico por antonomasia y, además, rematadamente complicado. La dificultad de este empeño, más la impopularidad que tiene fuera del ámbito de la filosofía, ha permitido que tuvieran mayor repercusión en la sociedad civil los filósofos posmodernos; estos que nos hablan de los mencionados ideales –tanto ilustrados como románticos- añadiendo su propio toque etéreo, y la promesa de que la verdad es líquida y, sin embargo, la voluntad es fuerte.
Vattimo ha visto con buenos ojos adónde llevaba la filosofía que se estaba haciendo en su tiempo: cada tipo de comunidad podía crear su propia utopía, sin interesarse por las que crearan otros grupos. Acuñó para esto el término heterotopía, y entendió que era algo positivo para la pluralidad democrática. Perniola, por el contrario, advirtió un aumento cada vez más rápido de un antiintelectualismo –es decir, de una devaluación acelerada de la auctoritas-. Lipovetsky relaciona directamente este antiintelectualismo con el hiperindividualismo y el hiperconsumismo, un terreno abonado para el reinado de la posverdad: en la medida en que la verdad ya no existe, y el individuo es el centro de todo, lo que importa es que todo se moldee a la voluntad de este, incluyendo sus creencias acerca de lo que considera verdadero, correcto e incluso real.
¿Qué ocurre, sin embargo, cuando la autoridad es urgentemente requerida, y es casi imposible que comparezca? Lo que he expuesto al principio: la infodemics como patología psiquiátrica grave. Junto a esto, hemos visto que las heterotopías que proponía Vattimo son, eso mismo, una utopía: porque toda política se sustenta en una moral que subyace de una forma u otra. Es una ingenuidad pretender que exista una sociedad con múltiples enfoques sobre cómo debería regirse esta. Así pues, cada vez van cobrando más fuerza un cierto tipo de personas, convencidos de que sus valores son los correctos, y de que su obligación moral es imponerlos a los demás, a pesar de que sus propios planteamientos estén llenos de lagunas e incoherencias. Lo hemos podido ver con la sobrerreacción ante el Black Lives Matter, pero es algo que no nos ha pillado sorprendidos, porque viene en pack con otro tipo de mantras: feminismo radical, antiespecismo, veganismo, etc.
Y así, con angustia, vamos viendo que se cumple una de las profecías de Foucault, quien afirmaba que en todos los aspectos de la sociedad moderna se iba produciendo una especie de prisión continua, en la que los propios ciudadanos se convierten en policía moral del resto. ¿Qué hacer con esto? De momento, solo se me ocurren dos cosas: la primera, criar a nuestros hijos en el amor a la verdad y a las virtudes. La otra, el famoso «poner pie en pared», de Ricardo Calleja.
A quien tiene claro que casarse no es un final feliz, sino la línea de salida de un camino que requiere un esfuerzo casi constante, todas estas dificultades no lo habrán cogido desprevenido.
La COVID solo ha sido un catalizador de una reacción que ya subyacía. Hoy ha cambiado que volvemos a hablar del cambio como categoría existencial.