G.K. Chesterton | 16 de julio de 2020
No hay ningún consejo que pueda darse a los periodistas jóvenes, salvo el consejo habitual que se da a todo ser humano.
Creo que todos los periodistas son interrogados por el más variado tipo de personas para que les revelen cuál es el secreto del éxito en el periodismo; lo son incluso aquellos que no han tenido ningún éxito. Es más, aunque se tratara de un verdadero éxito, no se sigue de ahí que el hombre exitoso sea el que más sabe sobre ello. Una cosa es hacer algo y otra muy distinta es saber cómo se ha hecho. De no ser por esta distinción, autores y críticos perecerían miserablemente. No hay ningún consejo que pueda darse a los periodistas jóvenes, salvo el consejo habitual que se da a todo ser humano. Por ejemplo, no emborracharse, pero preferir en todo caso la borrachera al alcoholismo. No ser insolente, pero preferir la insolencia al servilismo. Escribir de modo legible, tomar notas de todo aquello que uno no puede recordar. Estos principios sirven para un periodista, pero como sirven también a cualquier sastre o reparador mínimamente eficiente, o a un empleado de banca, o incluso a un ladrón, no satisfacen esa demanda tan particular que nos hacen a los periodistas.
Tan solo hay un tipo de consejo que dan los consejeros en esta materia: el consistente en escribir en consonancia con el tono del medio en el que se inserta el artículo. Estudiar bien el Tit-Bits cuando escribe para el Tit-Bits; impregnarse bien del Athenaeum cuando uno ansía participar en tan ferviente tarea, estos son los consejos que habitualmente se les dan a los periodistas jóvenes. Pero incluso esto es un error. Muchos hombres que han tenido éxito únicamente escribieron los artículos equivocados para los periódicos equivocados. Si sus comentarios hubieran aparecido en el lugar correcto, habrían parecido meramente ordinarios. Pero como aparecían en los lugares incorrectos, brillaban.
Tan solo hay un tipo de consejo que dan los consejeros en esta materia: el consistente en escribir en consonancia con el tono del medio en el que se inserta el artículo
Mi caso, por lo visto, se debe por completo a este proceso tan simple. Comencé reseñando libros sobre pintura y escultura. En ellos hablaba de teología, folclore, disquisiciones que hubieran encajado en el Hibbert Journal, pero que generaban interés cuando se introducían abruptamente a propósito de cerámica etrusca, o «El tratamiento de los álamos en Jean Baptiste C. Corot». Muy a menudo, cuando el periodista hace lo posible para adaptarse al tono del periódico, el editor (al borde de la desesperación) está tratando de hacer lo imposible para encontrar a alguien que pueda alterar el tono del periódico. Alguien podría alcanzar el éxito en periodismo escribiendo artículos muy apropiados para cada medio y enviándolos después en los sobres equivocados. Así, cuando alguien encontrase ya el Spectator un tanto aburrido, se sobrepondría al encontrar un artículo dirigido al Pick-me-up. Igualmente, si un cabeza de familia empezara a pensar que el Pink Peeps está yendo demasiado lejos, podría pedirse la vuelta de su lealtad con un ensayo serio destinado al Pragmatist. No aconsejo a los jóvenes periodistas confiar demasiado ciegamente en este consejo de los sobres equivocados; pero creo que es tan válido como la máxima contraria que se les predica a todas horas.
Hay ocasiones, sin embargo, en que uno debe volver a la sencilla regla de que lo que es adecuado para un periódico no es adecuado para otro. Sin ir más lejos, un caballero acaba de enviarme una larga carta, con inequívocas muestras de honestidad y energía intelectuales. Es muy amable al decirme que sabe lo ocupado que estoy y que no espera una contestación personal, pero que agradecería la respuesta a sus objeciones en letra impresa. Ahora, como este admirable lector discute en su carta de prácticamente todo, desde la Trinidad hasta los tranvías, debería entender que, aun si debate con él a través de los artículos, no podría hacerlo todo en uno. Una parte de mi contestación debería ir al Church Times, otras al Clarion. Expresaría algunos de mis sentimientos en el Whitehall Review; otros solo en el Billingsgate Bloater, o como se llame el órgano propio de dicho distrito. Mi amigo y enemigo debería prepararse para encontrar mi respuesta por aquí y por allá; algunos fragmentos estarían en el Tailor and Cutter, otras porciones en el Licensed Victuallers’ Gazette. Y lo que quede creo que lo llevaría a las revistas dedicadas a la filosofía y a la historia. Tan solo hay una parte de los comentarios de mi oponente que considero adecuada para este semanario, y es la relativa a mi actitud y a la de otros en relación a ciertos problemas de protestas y diplomacias internacionales. Mi escritor me dice (cito literalmente): «La mayoría de los librepensadores de todas las clases son tan demócratas como usted y mucho más efectivos». Y continúa: «Por ejemplo, el domingo pasado por la tarde, acudí a Trafalgar Square, para sumarme a la protesta por la visita a este país del zar -el más despreciable y cruel tirano de nuestra época- y a quien este Gobierno liberal le lame gustosamente las botas». Seguía afirmando que no vio en la protesta a ningún teólogo ni anglicano ni católico, sino solo a librepensadores como Hyndman y Quelch. Y me pregunta qué pienso de esto, al considerarme a mí mismo como demócrata y enemigo de la tiranía.
Pues bien, también yo haré una pregunta. ¿Qué pensaría él de seis zulúes que desafiaran imprudentemente el poder del emperador de China? ¿Y qué pensaría de un zulú que fuera ligeramente indiferente a la cuestión china y se dedicara con más ahínco a la cuestión zulú? ¿Cuál no sería su admiración por un grupo de esquimales que rehusaran toda obediencia al rey de Siam? ¿Se le inflamaría la sangre cuando oyera hablar de las tribus de la Australia central diciendo tal y cual cosa del lama del Tíbet?
Solo hay un país en el mundo en el que un hombre pueda pagar un precio por sus pasiones y ese país es el suyo
¿Es que hay, después de todo, algo extraordinariamente heroico en denunciar al soberano de un país extranjero y que debiera convertirse en la prueba de la magnífica audacia de los librepensadores? Si yo fuera ruso, tengo muy pocas dudas de que sería un revolucionario ruso. Pero como soy inglés, me ocupo en ser un revolucionario inglés. Denunciar en Inglaterra los abusos ingleses me parece más apropiado que denunciar los abusos rusos en Inglaterra. Y es más peligroso, sin duda.
Estos asuntos deben manejarse con un criterio de proporcionalidad. Un criterio que parece muy vago, pero que es muy seguro e inconfundible. Hay diferencias de grado que son tan claras como las diferencias de clase. Por ejemplo, si una casera le dijera a su inquilino que no permite perros o gatos, pero sí pájaros, aún tendría derecho a quejarse si apareciera en la habitación un avestruz. En casos así, la proporción es enormemente práctica. Solo por la proporción debemos juzgar si Inglaterra corre un mayor riesgo abandonando las necesidades morales de otras naciones o abandonando peligrosamente sus propias necesidades morales. Y entre estas debe contarse la necesidad de modestia y de autoconocimiento. En lo que a mí respecta, creo que nos hemos entregado demasiado a fáciles entusiasmos extranjeros. Una indignación honesta puede ser llevada demasiado lejos, como la caridad. Pero la cuestión no es llevar demasiado lejos a ninguna de ellas. Es cuestión de tratarlas como placeres, sin tener que pagar coste por ellas. Porque a un hombre su caridad, finalmente, ha de costarle dinero. Y a un hombre, su furia debería costarle, finalmente, su sangre. Como mínimo, debe haber un riesgo razonable a asumir si un hombre tiene compasión, o a luchar si está enojado. Solo hay un país en el mundo en el que un hombre pueda pagar un precio por sus pasiones y ese país es el suyo. A los otros puede dejarlos solos.
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