Higinio Marín | 23 de julio de 2020
El neofanatismo clasifica las ideas entre buenas y malas, progresistas o reaccionarias, abiertas o cerradas. Aborrece la conversación crítica y se proclama como tribunal de última instancia.
Los ciudadanos romanos que no podían devolver sus deudas quedaban reducidos a servidumbre como «addictus»: seguían siendo nominalmente libres, pero sojuzgados a su acreedor. Se entiende que el idioma haya desplazado el uso del término hacia quienes han desarrollado una dependencia que limita su autonomía. Podría ser, sin embargo, que hubiéramos restringido excesivamente su uso a extremos psicopatológicos, oscureciendo así toda una gama de adicciones sostenidas libre aunque ofuscadamente.
Por ejemplo, de un tiempo a esta parte es frecuente encontrar personas afablemente sociables pero con las que la conversación colapsa si surge un intercambio de opiniones sobre, por decir algo, los derechos de los animales, las dietas veganas o vegetarianas, las corridas de toros, el lenguaje inclusivo y el machismo, el cambio climático, la homosexualidad, el derecho a decidir o la Conquista. Esas o muchas otras cuestiones al ser discutidas parecen poner al interlocutor en modo autómata, y con inmoderada crispación empieza a repetir eslóganes y estribillos que parecen un trance de idiotez deliberadamente consentida: es el neofanático.
Frecuentemente, se trata de ideas o asuntos en los que se podría conseguir un acuerdo amplio, aunque con matices, pero el interlocutor en trance no tolera discrepancia ni variante alguna que no implique el reconocimiento sin fisuras de su posición. Además, casi siempre esa posición implica el vituperio de las ajenas, que acostumbran a expresarse con calificativos sonoros que zanjan la posibilidad de dialogar sin agredirse.
El neofanatismo practica una especie de taxidermia de las ideas para clasificarlas, una vez disecadas, entre buenas y malas, progresistas o reaccionarias, abiertas o cerradas. Ese furor clasificatorio esconde el aborrecimiento de la conversación reflexiva y crítica, y se proclama como tribunal de última instancia, inapelable. Y forma parte importante de sus sentencias inapelables la adjudicación de la condición de fanáticos a quienes le discuten.
John Stuart Mill aseguraba que «toda verdad tomada en serio por un hombre de capacidad escasa será, con toda certeza, proclamada, inculcada y hasta puesta en práctica como si en el mundo no hubiera otra que la pudiera limitar o precisar». Ciertamente, esa podría ser la explicación, y desde luego que en algunos casos lo parece, pero en muchos otros los neofanáticos son personas capaces o sin especiales limitaciones, a los que la sola posibilidad de ver matizadas sus posiciones les produce una inaccesible rigidez.
Podría no tratarse de poca capacidad sino de escasa formación y, en esa dirección, Hegel cree «que el hombre menos cultivado es el que con más frecuencia se mantiene rígido en sus derechos, mientras el más elevado ve que la cosa tiene, además, otros aspectos». Ciertamente, la falta de formación e información suele volver unidireccionales nuestras visiones de los asuntos.
Pero lo cierto es que muchos de los neofanáticos son personas con niveles educativos altos y medios, que han alimentado sus fijaciones con lecturas, informaciones y manifiestos que esgrimen como si se tratara de incontestables revelaciones. Hegel seguramente tenía a la vista las lacras de la falta de educación e ilustración de su época, pero no conoció el barbarismo de nuevo cuño surgido de la ilimitada disposición de información acantonada telemáticamente en guetos frecuentados por adeptos de la misma causa. Además, nuestros neofanáticos, con su rigidez indómita, reivindican una altura moral que implica la inculpación sumaria del resto.
Hace tiempo que el sociólogo Anthony Guidens advirtió que la destradicionalización de las sociedades modernas producía un aumento de fijaciones de la conducta que no surgían ya de imposiciones culturales, sino de claudicaciones personales: a menos tradiciones, más adicciones. Sería algo así como el precio que las sociedades modernas pagan por la mayor libertad y disponibilidad individual de las creencias. Sin apenas tradiciones o convenciones sociales, lo sujetos, lejos de escapar de lo acostumbrado, se aferran a rutinas y obsesiones particulares o colectivas, y se dejan fijar en razonamientos miméticos y automatizados.
Las certezas aportadas por las tradiciones suministraban un espacio de seguridades compartidas que los sujetos de las sociedades contemporáneas no disfrutan. Así que la rigidez adepta a nuevas ideologías podría ser la escapatoria hiperbólica de una solitaria vulnerabilidad. Y de ahí la fusión entre la propia identidad y las ideas o posiciones que sirven de baluarte emocional e identitario a personalidades afectivamente huérfanas.
Esa estructura bipolar entre una insegura fragilidad de fondo, compensada mediante una enfática e intratable firmeza ideológica, tiende a cristalizar los argumentos, las ideas y los afectos con la dureza de la que se carece interiormente. La falta de consistencia interna recuerda a la posición de los vigilantes de los templos romanos, que merodeaban sus alrededores sin disfrutar de la paz del culto ni de la indiferencia de los profanos y que los latinos llamaron «fanaticus».
La semejanza se intensifica si reparamos en que el fanático asume ideas que no trata como merecen, es decir, pensándolas; o que adopta principios y valores que no asume como debiera, es decir, con reflexiva moderación. De hecho, con el tiempo, la palabra fanático terminó nombrando al que se ofuscaba en una devoción contra todas las demás: la reducción unilateral de lo venerable. Más tarde, eso mismo fueron las oclusiones localistas, gremiales o cofrades de la devoción que convertían en agreste rivalidad la diferencia de advocaciones.
El hombre menos cultivado es el que con más frecuencia se mantiene rígido en sus derechos, mientras el más elevado ve que la cosa tiene, además, otros aspectosGeorg Wilhelm Friedrich Hegel, filósofo alemán
Así que los neoadeptos parecen una especie de fanatismo civil que idolatra los principios e ideologías a los que se adhieren, seguramente como efecto sustitutivo y secundario de la crisis contemporánea de las religiones y su proyección en las ideologías civiles. No obstante, entre el adicto, el adepto y el fanático hay otra semejanza que me parece más sutil: todos ellos se avasallan –se hacen vasallos- a sí mismos, como una variante posmoderna y global de la moral de esclavos que Nietzsche denigraba, no siempre con razón.
Porque ese avasallamiento de uno mismo es la malformación de una inclinación humana universal, al menos tanto como su contraria, a saber, el deseo de servir a otros, de serles de utilidad mediante la abnegación en una servidumbre libre, es decir, sin servilismo; solo sabe que sirve para algo el que sirve.
Y más allá todavía, el deseo de abrazar ideales grandes que merezcan el sacrificio propio con la satisfacción de contribuir a algo genuinamente valioso porque, entre otras cosas, dificulta la fanatización. En tal caso, de nuestro neoadepto, tan inflamado, podría decirse aquello tan clásico del Cantar de Mio Cid: «Qué buen vasallo fuera, si oviesse buen señor». Y solo es «buen señor» aquel cuyo servicio incrementa nuestra libertad, que se manifiesta con una clase de gozo y sosiego particular: la paz que te deja escuchar y discutir al fanático sin miedo servil.
Unos círculos concéntricos, un pebetero, unas flores blancas depositadas por algunos representantes, no había nombres concretos, quizá un número… tal artificio hace muy difícil la compasión.
La infodemia es una patología psiquiátrica grave surgida a raíz de la pandemia, que se ve muy acentuada por la mala gestión de la información por parte de los Gobiernos y de los medios de comunicación.