Jaime Vilarroig | 30 de julio de 2020
Una noche de abril de 1937, García Morente vive el «el hecho extraordinario». La conversión de uno de los filósofos más importantes del siglo XX, que vino acompañada de la vocación religiosa, protagoniza una nueva entrega de la serie «Españoles conversos».
A las personas familiarizadas con la filosofía, el nombre de Manuel García Morente les sonará, porque durante buena parte de su vida tradujo libros de los filósofos más ilustres, cuyas ediciones se siguen reeditando: Kant, Descartes, Brentano, Husserl… A los historiadores les sonará el nombre de Morente porque a él le cupo en suerte ser el decano de una facultad de Filosofía en Madrid que vio florecer una auténtica edad de plata durante la Segunda República: Ortega y Gasset, Zubiri, Gaos o el propio García Morente. Pero no todos conocen la sacudida espiritual en plena madurez de este filósofo kantiano, que lo hizo pasar del agnosticismo a la profesión de fe católica y al sacerdocio.
Manuel García Morente nació en el seno de una acomodada familia andaluza. Su madre apenas pudo plantar en él la semilla de la fe, puesto que murió cuando el pequeño tenía 9 años. Su padre, de ideas liberales, envió al hijo a estudiar a un instituto de Bayona. La formación universitaria la realizó íntegramente en el extranjero: entre Francia (la Sorbona) y Alemania (Marburgo, Berlín y Múnich). El tono de la fe del joven Morente nos lo puede dar una anécdota. A los 15 años, una hermana suya le insta a confesarse, y él responde: «No quiero confesarme, porque no creo. Si tú te empeñas, lo haré. Pero ten en cuenta que sería una confesión sacrílega».
Al volver a España, frecuenta la Institución Libre de Enseñanza, fundada por don Francisco Giner de los Ríos, de espíritu decididamente alternativo a la educación católica imperante. Con apenas 24 años, gana una plaza como catedrático de Ética en la Universidad Central de Madrid. Para saber cómo respiraba espiritualmente, tenemos una carta de Unamuno a Ortega, a propósito de García Morente: «Dígale (le dice Unamuno a Ortega) que no se enfurezca contra el catolicismo, que el principal enemigo es otro. Que no caiga, por Dios, en el fanatismo ferrerista» (en alusión a Ferrer y Guardia). ¿Y qué opinión le merecía el cristianismo? Para Morente, «los hombres se han organizado en sociedad, los intereses históricos de la humanidad son muy distintos de lo que eran hace siglos, y hoy día la religión cristiana resulta un anacronismo, está fuera de la actualidad, no es actual».
García Morente se casó y tuvo dos hijas, a quienes, siguiendo la voluntad de su mujer fallecida a los diez años de matrimonio, educó en instituciones católicas. De estas dos hijas, una será religiosa, la otra se casará con un joven ingeniero, perteneciente a la Adoración Nocturna, que morirá fusilado en agosto del 36. García Morente era por entonces decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid. No se había significado políticamente en ningún sentido, pero su falta de fe era pública y notoria. Al negarse a cumplir algunas exigencias del Gobierno republicano, es destituido y, temiendo por su vida, huye a París, donde espera reunirse con sus hijas y sus nietos.
Y entonces sucede lo imprevisto. Es la noche del 29 al 30 de abril del 37, García Morente está solo en un pequeño apartamento de París, sin apenas conocidos, acongojado por la situación de su familia, bien proveído de tabaco y café para matar el tiempo. Como buen filósofo, decide dedicarse a reflexionar, y elige como objeto de meditación su propia vida. Y pronto constata una verdad que hasta entonces había desconocido: él no es el autor de su vida ni dirige los hilos de su existencia. Tal como han mostrado los eventos de los últimos meses, resulta que el hombre es llevado a su pesar por donde no quiere. ¿No será esto la revelación de una mano poderosa que dirige el destino de los hombres?
La divina Gracia lo golpea aquella misma noche. Tiene una experiencia real de la presencia de Jesucristo. Llora como un niño mientras suenan algunas piezas musicales por la radio: una sinfonía de César Frank, La Pavana por una infanta difunta de Ravel o La infancia de Cristo de Berlioz. Las olvidadas oraciones de su infancia afloran a sus labios, pero apenas las recuerda. Y la presencia del Señor lo llena de una paz y alegría insospechadas, en medio de aquella angustiante situación. Es una experiencia mística que no revelará de momento a nadie, pero que decide todo el futuro de aquel profesor de Filosofía que sobrepasaba ya los cincuenta.
«Me puse en pie, todo tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él (…). Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que lo percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es eso posible? Yo no lo sé. Pero sé que Él estaba allí presente y que yo, sin ver ni oír ni oler, ni gustar, ni tocar nada, lo percibía con absoluta e indubitable evidencia… No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello -Él allí- durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía».
Aquí solo podemos encarecer la lectura de sus confesiones en El hecho extraordinario. No se trata de un escrito de propaganda religiosa. Se trata de una rememoración serena de lo que supuso aquel hecho para García Morente, convertida en confidencia a su director espiritual, don José María García Lahiguera. El texto no se conoció hasta después de su muerte. Es impresionante la finura de espíritu con que el curtido profesor de Filosofía analiza su propia vivencia religiosa, a la que califica atinadamente como un «hecho». No es una teoría, ni una elucubración, ni una ensoñación: «Yo no lo veía, no lo oía, no lo tocaba… pero Él estaba allí».
El hecho extraordinario
Manuel García Morente
Editorial Encuentro
72 Págs.
10€
¿Qué sucedió después? Externamente nada. Viajó a Argentina, donde impartió unas conferencias que luego cuajaron en algunos de sus libros más conocidos (Lecciones preliminares de filosofía). Internamente, todo había dado un vuelco. En la vuelta de Argentina a España, en el 38, confiesa a su familia el cambio producido en él. El encuentro con Cristo ha sido tan profundo que la conversión viene aparejada con una vocación religiosa. Ya en España, contacta con monseñor Eijo Garay, con quien hace confesión general. Ingresa en la comunidad de los mercedarios en Poyo (Galicia), donde madura su vocación y comienza la preparación al sacerdocio. Luego se traslada al Seminario Mayor de Madrid, donde simultanea las clases que recibe de Teología, junto a pupilos mucho más pequeños que él, con las clases de Filosofía que imparte en la Universidad Central. El estupor de los que lo conocieron no tiene límites.
Él mismo nos describió en una de sus últimas conferencias la ambivalencia que todo intelectual tiene ante la figura de Cristo. Por un lado, la fuerza de la Gracia; por el otro, los respetos humanos: «La lucha entre el atractivo singular de esa figura de Cristo, entre el tirón de la gracia que se aproxima, pero que no llega todavía el silbo del Pastor, el silbo del Buen Pastor que resuena en sus oídos…, eso por una parte; y por otra el miedo de caer de ese pedestal orgulloso que la ciencia y la filosofía del idealismo han levantado en el corazón de los hombres modernos, el miedo a parecer un niño pequeño que se entretiene con fábulas increíbles; el miedo a que se diga: ¿cómo, eso es espíritu científico? ¿y usted cree en esas cosas?» (Pamplona, 12-XII-1941).
Según va profundizando en la verdad católica, García Morente alberga un proyecto apostólico de no poca envergadura. Como confiesa a un amigo: «Sigo creyendo como en mayo de 1938, cuando hablé de Dios en Buenos Aires, que se puede y se debe verter toda la verdad cristiana católica (sin menoscabarla en lo más mínimo) dentro de las formas y el ambiente intelectual de la filosofía contemporánea. Y confío en que, Dios mediante, estaré algún día en condiciones de hacerlo».
Pero el Señor se lo llevó antes de cumplir nada de lo proyectado. García Morente ya había aprendido en aquel cuarto de París, donde tuvo lugar el hecho extraordinario, que no somos nosotros los que conducimos nuestra vida. Una sencilla operación quirúrgica se complicó, y acabó con su vida el 7 de diciembre de 1942. Una de sus hijas lo descubrió muerto, con la Suma Teológica entre las manos. Poco antes, al despertar de la anestesia, le había oído exclamar: «Dios mío, os amo. (…) Dios mío, por mis pecados, porque he sido un gran pecador».
Conoce la historia de otros ilustres personajes que encontraron la fe:
Alejandro Lerroux, político
Ramón Menéndez Pidal, filólogo
Juan Donoso Cortés, político y diplomático
San Ignacio de Loyola, soldado y fundador de la Compañía de Jesús
Ramiro de Maeztu, periodista y escritor
Una de las grandes figuras de la Generación del 98, Ramiro de Maeztu, protagoniza la quinta entrega de la serie «Españoles conversos». Su evolución intelectual terminó con su fusilamiento en los primeros meses de la Guerra Civil.
Francisco de Asís Lerdo de Tejada
San Ignacio de Loyola protagoniza la cuarta entrega de la serie «Españoles conversos». El soldado que fundó la Compañía de Jesús.