Álvaro de Diego | 05 de agosto de 2020
Hace medio siglo, tuvo lugar un histórico encuentro en El Pardo. El general De Gaulle había dejado ya la presidencia de la República Francesa y recorría España en visita privada junto a su esposa. Se proponía escribir un libro sobre las campañas de Napoleón en la península ibérica y fue recibido por Franco, con quien celebró una audiencia privada y un breve almuerzo.
En el verano de 1945, el general De Gaulle envió un mensaje secreto a Franco. El presidente del Gobierno provisional de Francia, uno de los países que habían vetado a España en las Naciones Unidas, le aseguraba que no rompería relaciones diplomáticas con su régimen, pese a la abierta hostilidad de la izquierda gala. A su juicio, pesaban más los servicios prestados a la Francia Libre por el vencedor de la Guerra Civil española desde 1943 que sus anteriores favores hacia el Eje. En todo caso, el símbolo de la Resistencia se cuidaba muy mucho de expresar toda simpatía en público. El deshielo hacia la España autoritaria deberían emprenderlo los Estados Unidos.
Tres meses después, un Ejecutivo de izquierdas cerraba la frontera pirenaica y el franquismo quedaba aislado de la escena internacional. Efectivamente, fueron los acuerdos con los estadounidenses y el nuevo escenario de Guerra Fría los que reabrieron las fronteras. En 1953, España firmó los Acuerdos de Madrid con el gigante americano y, a finales de la década, se suavizó la relación con Francia. A principios de 1958, año en que el franquismo ingresó en el FMI y el Banco Mundial, ambos países colaboraron militarmente en el norte de África: un gabinete de izquierda había prestado discretamente su apoyo a España frente a Marruecos, a cambio de su respaldo en Argelia.
No obstante, esa crisis de Argelia, que amenazaba con desencadenar una guerra civil, determinó el regreso de De Gaulle. El veterano militar logró la mayoritaria aprobación en referéndum de una nueva Constitución. Había nacido la V República, que fue recibida con alborozo por el régimen de Franco. Por aquellos días, el jefe de Estado recibía en El Pardo a Serge Groussard, un periodista de Le Figaro que había estado a punto de enrolarse en las Brigadas Internacionales. El encuentro resultó muy positivo, sin embargo, y de inmediato De Gaulle recibió al embajador español en París.
En la década siguiente, las relaciones comerciales entre ambos países experimentaron un notable impulso. De Gaulle promovió inversiones en la industria española para limitar la influencia norteamericana en el país. La energía nuclear (Vandellós se inauguraría con tecnología francesa) y una estación de seguimiento espacial en Gran Canaria fueron los frutos más espectaculares de esta relación, si bien se mantuvo el estancamiento político. La libre asociación de España a la Comunidad Económica Europea fue desestimada, pese a las promesas galas, y el antiguo líder de la Francia Libre continuó esquivando toda muestra de entusiasmo hacia su vecino autoritario. De Gaulle podía compartir con Franco los valores de la milicia, el deseo de recuperar la grandeza pretérita para su nación y hasta cierto desdén hacia la política partitocrática, pero era un demócrata avalado siempre por unas elecciones. No iba a enturbiar su prestigio y el de la república exhibiendo admiración hacia un autócrata.
Todo cambió a raíz de Mayo del 68, una revuelta estudiantil que sirvió para que una parte de la prensa española criticara subrepticiamente a Franco, exigiendo la retirada de De Gaulle. El presidente francés perdió un referéndum en abril del año siguiente y emprendió la retirada definitiva a Colombey-les-Deux-Églises, su residencia privada. Unos meses después, se desplazaba a España como un simple ciudadano particular, acompañado tan solo de su esposa y un asistente. Al parecer, se proponía documentarse sobre el terreno para un libro sobre las campañas napoleónicas, pero aquel viaje de junio de 1970 escondía algo más: el anhelo de encontrarse cara a cara, al fin, con otro testigo privilegiado de la historia como el general Franco. Significativamente, recalaría con mayor pausa en El Escorial o el Valle de los Caídos que en la histórica ciudad de Toledo o el Museo del Prado.
La decisión contrarió profundamente a dos de sus hombres más fieles, André Malraux, exministro de Cultura y antiguo aviador en el bando republicano, y Jean Mauriac, periodista de Le Figaro y biógrafo. Pero el militar de origen aristocrático no desistió y cumplió su deseo el 8 de junio. Solo hubo un testigo de la audiencia privada en el despacho del jefe del Estado en el Palacio de El Pardo: el diplomático Máximo Cajal, que actuó como intérprete. Curiosamente, Cajal nunca había desempeñado esta función. Seleccionado por el ministro López Bravo, quizá por proceder recientemente de la embajada en París y dominar la lengua del invitado, reconocería más tarde tanto su fascinación por De Gaulle como su escaso entusiasmo hacia Franco. Se da la llamativa circunstancia de que este funcionario ya desaparecido, andando el tiempo, revelaría inequívocas tendencias progresistas; uno de sus últimos cometidos sería el de representante personal del presidente José Luis Rodríguez Zapatero para la Alianza de Civilizaciones.
De Gaulle había elogiado personalmente a Franco por haber sabido mantener a España fuera de los conflictos internacionales
Aquel 8 de junio, de cualquier modo, Cajal se limitó a cumplir como intérprete y redactor del acta del encuentro. Franco no era ya el más distendido interlocutor que, una década atrás, había roto el hielo ante Eisenhower con un chiste sobre un oficial napoleónico. Dos años más joven que De Gaulle, aunque aparentemente más envejecido, el Caudillo español se mostró parco y como apabullado ante la talla física y moral de su visitante. Tanto es así que le cedió la iniciativa del diálogo. El francés, por el contrario, se explayó en el análisis de la política internacional. Ambos coincidieron, de cualquier modo, en un asunto crucial: el doble error de los Estados Unidos al intervenir en Vietnam y apoyar incondicionalmente al Estado de Israel, circunstancias las dos que beneficiaban a la URSS. A los tres cuartos de hora, un ayudante militar interrumpió el intercambio para anunciar que los invitados aguardaban para el almuerzo. Sin haberse siquiera rozado la posición de España durante la Segunda Guerra Mundial, la política norteafricana o las relaciones hispano-francesas, ambos protagonistas se dirigieron al comedor, donde se sentarían junto a sus esposas, el matrimonio López Bravo, los marqueses de Villaverde y el embajador de Francia.
En el transcurso del encuentro, De Gaulle había elogiado personalmente a Franco por haber sabido mantener a España fuera de los conflictos internacionales. De regreso a Colombey, le remitió una carta personal para agradecer sus atenciones al hombre que aseguraba «el nivel más ilustre, el futuro, el progreso y la grandeza de España». Una vez más, los elogios quedaron en la esfera privada. En público, el héroe de la Resistencia siguió mostrándose mucho más reservado. Al doctor Marañón, por ejemplo, se limitó a confiarle lo delicioso del salmón que le habían servido en El Pardo y lo envejecido que había encontrado a su inquilino. Paradójicamente, De Gaulle moriría apenas cinco meses después. Franco, que le sobreviviría cinco años, aún recibiría a otros jefes de Estado, como los norteamericanos Richard Nixon y Gerald Ford. Con estos protagonizaría aún más extraños encuentros.
En diciembre de 1964, el comandante Guillermo Velarde entregó a Agustín Muñoz Grandes, vicepresidente del Gobierno, el proyecto para la construcción de bombas atómicas de plutonio.
Las dictaduras de Franco y Salazar coincideron en la península Ibérica y marcaron gran parte del siglo XX.