Higinio Marín | 13 de agosto de 2020
Hay una larga lista de pequeñas causas perdidas por las que merece la pena resultar inconveniente. Son instituciones o costumbres denostadas por la ortodoxia dominante como la tauromaquia, el uso del «usted» o los zapatos de tacón.
Hay una larga lista de pequeñas causas perdidas por las que merece la pena resultar inconveniente. Son instituciones o costumbres denostadas por la ortodoxia dominante y que, también por eso mismo, resultan interesantes incluso sin la pasión del aficionado. Es el caso de la tauromaquia o el uso del «usted», si bien hoy quisiera ocuparme de otra de estas abominaciones: los zapatos de tacón. Pero, como es costumbre entre filósofos, hay que empezar por los cerros de Úbeda.
Hasta que las pantallas hechizaron a los niños, sus juegos los seguían entrenando en las mismas capacidades elementales que había necesitado la especie humana para sobrevivir: correr, saltar, guardar el equilibrio y lanzar con fuerza y puntería. Las mismas que dieron lugar a las modalidades deportivas más antiguas entre las olímpicas. Seguramente por eso nos siguen gustando las competiciones en salto de altura y de longitud, en lanzamiento de disco o jabalina, en disparo con arco y en carreras de relevos, velocidad o resistencia.
La carrera, el salto, el equilibrio y la potencia y la puntería en el lanzamiento han sido las destrezas básicas a las que nos obligaba nuestro bipedismo, al tiempo que las hacía posibles. El sacrificio de la velocidad en la fuga y la persecución para poder erguirse sobre dos pies nos obligó, al tiempo que nos permitió, arrojar objetos con las manos liberadas de la locomoción, pero obligadas a acertar con el lanzamiento.
Hasta la mayor inmensidad puesta en equilibrio sobre un punto se vuelve apenas ingrávida
Como saben bien quienes entrenan la carrera, el salto o el lanzamiento (incluidos el golf, el tenis, el fútbol o el baloncesto), el equilibrio es crucial en la ejecución del gesto del salto, del golpeo o del lanzamiento. También ocurre en la escalada, que corre por cuenta tanto de las caderas como de las extremidades. Todos los gestos de golpear, lanzar o saltar son formas breves de danza, es decir, de movimientos conjuntados y en equilibrio. Toda la biomecánica de nuestra especie, incluidos la posición y el desplazamiento erguido sobre dos pies, depende de una sobresaliente capacidad para gestionar dinámicamente el equilibrio.
Por ejemplo, si el ser humano es un gran porteador es porque sabe distribuir las cargas incorporándolas a su equilibrio en movimiento. Los recién nacidos dedican mucho esfuerzo a integrar el propio cuerpo, porque no es fácil gestionar el peso y volumen del cráneo y el tronco. De hecho, andar es aprender a guardar el equilibrio poniéndolo en peligro, es decir, desplazando el centro de gravedad fuera de nuestra base, en la confianza de poder recuperarlo. Esa confianza es la que frustra la zancadilla. Y de ahí que el hombre sea el único animal al que se puede derribar tan fácilmente poniéndole zancadillas y, por lo mismo, el único que sabe hacerlas.
De entre todas las bestias, solo las aves son también bípedas y por eso nos parecemos más a ellas en muchos aspectos que al conjunto de los mamíferos, incluidos los grandes monos antropoides. Por ejemplo, en los protocolos del cortejo y el apareamiento, las aves no se conducen por el olfato como los mamíferos, sino por estímulos visuales y auditivos, y de ahí los cantos, las danzas y los coloridos plumajes de muchas de sus especies. También el hombre es el único de los grandes mamíferos para el que la vista y el oído son más decisivos que el olfato, y también de ahí la importancia del canto, la postura y el movimiento en el cortejo humano.
Hay que disfrutar de alguna clase de señorío natural para poderse dar el lujo de andar sobre tacones y prescindir de la huida y la carrera
Los desfiles de soldados o de moda, los bailes coreografiados y los coros, los conciertos y los cantantes son variantes humanas de la relevancia de la postura, el gesto y el movimiento de cuerpos ataviados de colores, o del sonido y el ritmo concertados en un mismo movimiento visual o auditivo.
Fue Marvin Harris el que aseguró que «en el principio fue el pie». Y es que, en efecto, lo que los monos antropoides tienen son manos, pero no tienen pies. El talón y el arco plantar, junto con el pulgar alineado en paralelo con los demás dedos, componen una anatomía del equilibrio: solo anda el animal que puede ponerse en equilibrio sobre la punta de los pies.
Tampoco en el andar es el ornato lo que se sobrepone a lo útil como lo sobrante, sino que es el exceso dispendioso el que expresa la capacidad de la que deriva el ingenio utilitario. Por eso, en cierto sentido, fue primero la danza y después la marcha, como fue primero la poesía y después la prosa, según Octavio Paz. Anda el animal que puede bailar, como habla el animal que puede poetizar.
Por eso Homero describe a Atenea, la diosa de la inteligencia, calzada de unas aladas «sandalias doradas para saltar por cima de tierras y aguas». Poder correr por el mundo apenas tocándolo con la punta de sus sandalias es señal de la gracia o el poder de los dioses: la inspirada ingravidez del equilibrio en movimiento.
Esa es la ingravidez que pretenden nuestros bailarines de danza clásica cuando convierten sus saltos, giros y carreras en gestos que apenas tocan el suelo con la punta de sus pies. Hasta la mayor inmensidad puesta en equilibrio sobre un punto se vuelve apenas ingrávida. Es toda la liviana potencia del espíritu humano la que se impone a la pesadez corpórea para llevar el bipedismo a su forma más lograda y extrema: correr y saltar «por cima» del mundo apenas rozándolo.
Y esa misma ingravidez es la que representan, vistos de frente, los zapatos de tacón, hechos para parecer que apenas tocan el suelo con la punta. La elevación que permiten no solo compensa el bajo centro de gravedad que tienden a producir las caderas femeninas, sino que convierte andar en el ejercicio más experto del equilibrio y, por tanto, del señorío natural que no necesita correr para huir ni perseguir.
Ser un cuerpo vulnerable y, sin embargo, andar sobre zapatos de tacón es disfrutar de una confianza apabullante, como apabullante resultaba la confiada indefensión con la que Julio César deambulaba por la ciudad sobre la que gobernaba. Era un escándalo, decía Octavio Paz, que un dictador pudiera vivir sin miedo.
Pues bien, hay que disfrutar de alguna clase de señorío natural para poderse dar el lujo de andar sobre tacones y prescindir de la huida y la carrera. En esa inestable fragilidad hay una sutileza más poderosa que el obvio empeño por pisar fuerte; como hay más inteligencia en el vulnerable bipedismo humano que en la firmeza cuadrúpeda de las bestias: los zapatos de tacón ponen a quien calzan en la cima de la evolución de los animales terrestres, aéreos y marítimos.
Además, que solo se pueda andar sobre superficies pavimentadas es señal de que quien anda con zapatos de tacón está poniendo a sus pies no solo la historia evolutiva de las especies hasta el equilibrio bípedo, sino toda la civilización del hombre. Es como si la escala zoológica y social se coronara en la portentosa indefensión del bípedo que se mueve en equilibrio.
Los tacones de aguja convierten el andar en un ejercicio resuelto con la forma de una danza andariega, como si el sapiens no renunciara a bailar también cuando solo camina. Seguramente no se trata, como decía Berlanga, de que la bota en la mujer sugiera una imitación sumisa a lo masculino. Pero, ciertamente, en el zapato de tacón hay una apoteosis del equilibrio bípedo que tiene los trazos de lo femenino. No sorprende que Homero pensara la inteligencia como una diosa armada de «robusta lanza» corriendo apenas por cima del mundo.