Pablo Velasco | 22 de julio de 2020
Unos círculos concéntricos, un pebetero, unas flores blancas depositadas por algunos representantes, no había nombres concretos, quizá un número… tal artificio hace muy difícil la compasión.
Los gestos, las ceremonias, especialmente aquellas que son compartidas y que expresan el dolor y el desconsuelo, exigen en sí la publicidad como ingrediente ineludible. Muestran también el acento, el tono que tenemos como sociedad. La ceremonia cívica en homenaje a las víctimas del coronavirus ha dejado un regusto amargo. Se dispuso como una manifestación pública quizá buscando un mínimo común, pero mediante una creación de nueva planta de una expresión conocida, una ceremonia ex senatusconsulto, una ceremonia por decisión gubernamental. Una serie de símbolos y una disposición que a nadie decían nada, que estaban vacíos de significado. Los muchos «fallos de protocolo» así lo mostraron, al igual que el desconcierto de los asistentes. Algunos de ellos no pudieron remediar querer ser centro de mesa.
Unos círculos concéntricos, un pebetero (palabra que aprendimos en las olimpiadas de Barcelona 92, aquella vez que vivimos algo en común), unas flores blancas depositadas por algunos representantes, no había nombres concretos, quizá un número… tal artificio hace muy difícil la compasión, el padecer con, y lo peor, suscita la sospecha.
Nos recordó inevitablemente a los «minutos de silencio», esos que se organizan por tal o cual tragedia o injusticia. Esos que a veces interrumpen la jornada laboral, con una concentración en la puerta del ayuntamiento, de la empresa, o de la facultad. En ocasiones, una melodía de moda en ese momento e interpretada por un cello hace más soportable el vacío incómodo. Melodía que no soportará el paso de unos pocos años, porque la siguiente generación no la reconocerá, es lo que tiene la moda. Al final alguien soltaba eso de «bueno, pues ya está», que cae como una losa, y a volver a la tarea. Pasó algo parecido el jueves, porque la ceremonia fue calificada por los periodistas como de «corta duración», para alivio de algunos de los asistentes.
Así, uno quisiera que las mascarillas taparan toda la cara, para, en ese momento, no tener que sostener la mirada del que sufre en primera persona. Imposible acompañar de esa manera en el dolor. En qué inmensa soledad dejamos al que sufre. En el dolor, como tierra sagrada, uno solo puede descalzarse, callarse y permanecer. Y buscar dónde reposar esa exigencia que surge en el corazón de búsqueda de consuelo, retazos de lo que es puro don.
De las ceremonias artificiales ya nos prevenía Josef Pieper, recordando la gravedad de aquellas que fueron fundadas en el curso de la Revolución francesa. Del todo nuevas y que sustituían a las que hasta entonces eran celebradas. Tenían más de paródico que de significante, y carácter obligatorio. Si es el Estado, entonces no existe invitación amable, sino orden administrativa. El resultado es una falsedad que todo lo empapa, el tedio de lo irreal, y, sobre todo, callar lo decisivo.
Retumbaron el jueves los versos del poeta Julio Martínez Mesanza, que en Exaltación del rito dice así:
Quien no comprende la razón del rito,
quien no comprende majestad y gesto
nunca conocerá la humana altura,
su vano dios será la contingencia.
Quien las formas degrada y luego entrega
simulacros neutrales a las gentes,
para ganarse fama de hombre libre,
no tiene dios, ni patria, ni costumbre.
El presidente de las promesas falsas ha llevado a cabo la peor gestión del coronavirus de todo el planeta y no está dispuesto a aceptar la obviedad. Prefiere actuar como si las víctimas no se hubiesen producido.
La generación que levantó a España de la miseria tras la Guerra Civil, la que trabajó y sudó, como quizá ninguna otra en nuestra historia, está muriendo por miles.