Javier Arjona | 01 de agosto de 2020
Un científico que dio al traste con las teorías de la física clásica, abrió el campo de la mecánica relativista y ofreció una visión más universal al funcionamiento del mundo que nos rodea.
Corría el año 1905 cuando un joven físico alemán de origen judío que trabajaba en la Oficina Federal de la Propiedad Intelectual, en la ciudad suiza de Berna, publicó una sorprendente teoría que ponía patas arriba los principios de la mecánica clásica enunciada por Newton, como corolario a la revolución científica de los siglos XVI y XVII. Se trataba de la teoría de la relatividad especial, un conjunto de ecuaciones matemáticas que reformulaban la física tradicional, al considerar que la velocidad de la luz en el vacío tenía un valor constante e independiente, por tanto, del sistema de referencia respecto al que se midiese.
Aquel excéntrico científico, de carácter tímido e introvertido, había nacido en 1879 en la localidad alemana de Ulm, aunque se crió en Múnich, ciudad a la que se trasladaron sus padres cuando el pequeño apenas contaba dos años de edad. Creció influenciado por su tío Jacob, un ingeniero apasionado por la ciencia que potenció su enorme talento para la física y las matemáticas, hasta el punto de permitirle ingresar en la Escuela Politécnica Federal de Múnich, donde se graduaría en el año 1900. Además del citado trabajo sobre la relatividad especial, en 1905 redactó otros sobre el efecto fotoeléctrico, la equivalencia masa-energía y el movimiento browniano de las partículas, con el que logró su doctorado.
Hasta ese momento, los fenómenos que regían la vida del hombre sobre la Tierra se explicaban a partir de las ecuaciones de transformación de Galileo, una suerte de fórmulas matemáticas que permitían calcular la posición y velocidad de una partícula en función de un sistema de referencia en reposo, o incluso en función de un segundo sistema de referencia que se moviese respecto al primero. Es decir, un pasajero del Orient Express que anduviese por el pasillo a una velocidad de 1 km/h, dado que el tren circulaba por sus raíles a 100 km/h impulsado por su locomotora, se movería de manera absoluta a una velocidad de 101 km/h respecto a un observador fijo en la estación. Estos eran los principios de la física tradicional, la de toda la vida estudiada en los colegios.
Así como en la mecánica clásica el parámetro invariante era el tiempo, puesto que su valor sería el mismo al medir un recorrido al margen del sistema de referencia elegido, en la teoría de la relatividad el elemento invariante pasó a ser la velocidad de la luz. Aunque resulte sorprendente, la velocidad de un haz de luz calculada desde la superficie terrestre es igual que si la medición se realiza desde un cohete supersónico que persiguiese al mencionado rayo a una altísima velocidad. El sentido común nos dice que desde el cohete se observaría un rayo algo más lento y, sin embargo, Einstein demostró que no era cierto, y que en ambos casos el valor era idéntico.
En realidad, el gran mérito de Albert Einstein fue recoger el trabajo del físico holandés Hendrik Lorentz que, por cierto, logró el Nobel en 1902, para acabar sintetizando su teoría a partir de postulados más simples. De esta manera, las ecuaciones de transformación de Lorentz fueron para la teoría de la relatividad especial lo que las de Galileo supusieron para la física newtoniana. Lo curioso es que algunas de sus consecuencias resultan realmente sorprendentes en la pequeña escala del mundo en que vivimos: si lográsemos viajar en una nave a una velocidad próxima a la de la luz, sucedería que, por un lado, nuestra masa aumentaría, la longitud de la nave se acortaría y el tiempo se ralentizaría.
Dado que hasta bien entrado el siglo XX la capacidad técnica no ha permitido al ser humano desplazarse a grandes velocidades, ha sido hace relativamente poco cuando se ha podido constatar empíricamente que las consecuencias de la transformación de Lorentz son ciertas y que, por tanto, sería posible, por ejemplo, viajar al futuro. El problema es que hace falta una velocidad cercana a la de la luz, para que los efectos citados se pongan de manifiesto de una manera clara. En cuanto la tecnología lo permitiese, se podría hacer un viaje de varios años de duración en una nave hasta otro sistema solar, y para los pasajeros el tiempo transcurrido habría sido de apenas unos meses. Al regresar a la Tierra, se encontrarían con su futuro varios años después, con familiares y amigos envejecidos, mientras que ellos se mantendrían físicamente casi iguales que cuando partieron. Sería asombroso constatar que podrían tener la misma edad que sus nietos o bisnietos.
Para terminar de rizar el rizo, en el año 1915 el científico alemán dio un paso más allá en su formulación teórica para definir la teoría de la relatividad general. En ella incorporaba a las ecuaciones el efecto de la gravedad, que también provocaba la ralentización del tiempo, de manera que si la citada nave se aproximase a un gran planeta, estrella o incluso un agujero negro, el tiempo transcurriría más despacio, proporcionalmente al tamaño de la masa. En la película Interestelar, protagonizada por Matthew McConaughey y estrenada en 2014, están muy bien recogidos algunos de los efectos citados.
En el año 1921, Albert Einstein lograría el Premio Nobel de Física, aunque por su trabajo sobre el efecto fotoeléctrico, que sí pudo entonces probar de manera experimental, contribuyendo al desarrollo de la mecánica cuántica, otro de los campos que se abrieron paso en el siglo XX rompiendo esquemas respecto a la física tradicional. Afincado en Berlín desde 1913, el científico alemán visitó España en 1923 y, tras el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, llegó incluso a considerar el ofrecimiento de la Segunda República para trabajar en la Universidad Central de Madrid. Finalmente, se decidió por el Instituto de Estudios Avanzados en Estados Unidos, donde continuó desarrollando sus teorías, algunas de ellas inconclusas, hasta su muerte en 1955.
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