Pablo Velasco | 14 de agosto de 2020
La noche del 14 al 15 de agosto es una noche de poetas. Fue la noche en la que san Juan de la Cruz escapó de su cautiverio en Toledo, donde lo tenían secuestrado los calzados.
En una clásica edición de la poesía del poeta del amor de Dios en la editorial Taurus, allá por los 80, José Jiménez Lozano se marca un prólogo que es para llevarlo siempre encima. En su nota previa nos dice: «Este libro tiene la estricta finalidad de acercar esta poesía y su autor a quienes sientan algún tipo de amistad por la figura de Juan de Yepes, o se han enamorado de sus versos. (…) Quieren estas páginas acompañar a los que buscan, y tanto la biografía como la obra y, especialmente, la poesía de Juan de la Cruz, presentan más interrogantes que respuestas. Son las páginas de un seeker para otros seekers”.
Nueve meses antes, en diciembre de 1577, los esbirros de los calzados sacaron a Juan de la Cruz y a su compañero German de San Matías de su celda en el convento de la Encarnación. Esa celda (bueno, celdilla) la había ordenado construir Teresa de Jesús para que Juan fuera confesor de las monjas, sobre un huerto que dos siglos atrás había acogido un cementerio hebreo.
En el momento del secuestro, cuentan que san Juan se comió algunos documentos que allí guardaba.
A Germán lo llevaron a Arévalo, donde escapó rápidamente. A Juanito lo encarcelaron en un retrete del convento de los carmelitas calzados de Toledo. Solo tenía una ventanilla en lo alto para que entrara el aire. Allí el vicario general de la orden lo informó de que había sido hecho preso por un grave delito de desobediencia. Lo conminó a renunciar al nombre de descalzos, dejar ese hábito distinto, no reclutar a nuevos novicios y dejar de vivir aparte. Su convento tenía que ser el de Medina del Campo. Claro que, si ahora cedía a estas pretensiones, todo se olvidaría, incluso recibiría un cargo en la orden. Un buen cargo.
Pero la historia de la Iglesia está llena de geniales cabezonerías. Brindo por el Papa, sí, pero antes por la conciencia, dirá siglos después otro santo, san John Henry Newman. Y san Juan no cedió. La promesa de volver a la regla primitiva de los carmelitas del desierto suponía un vínculo fuerte.
La consecuencia: una sarta de azotes en la espalda, que le provocaron heridas donde la tela de su hábito se le pegó, y una celda aún más estrecha, además de total incomunicación con el exterior: su carcelero tenía prohibida toda relación con él y los frailes que pasaban por allí lo hacían para recriminar su actitud. La comida se le echaba por el suelo y no se le permitía sacar el balde donde hacía sus necesidades, lo que provocaba un olor insoportable en la celda (el calor toledano del verano no ayudaría mucho). Las heridas de la tortura que sufrió se le infectaron.
En esas circunstancias, hambriento, herido y debilitado. La moral por los suelos. La duda de si había decidido bien. Allí, comenzó a escribir el Cántico espiritual, el poemilla Qué bien sé yo la fonte, y otros versos… ¿Quizá algunas páginas de soledad y abandono de Subida al monte Carmelo o la Noche oscura del alma?
A los seis meses se le cambió de carcelero. Este le dio ropa nueva, papel y tinta «para que escribiese cosas que le aprovechasen para la devoción». Le permitió tener de vez en cuando la puerta abierta para airear la celda, y poder vaciar la palangana. En agradecimiento, Juan le regaló un crucifijo de madera y bronce que siempre llevaba al cuello y que había sido regalo de Santa Teresa.
Este alivio del encarcelamiento suscitó en el frailecillo la idea de la huida. Cada día fue aflojando poco a poco las armillas del candado. Otra vez la paradoja cristiana: en la debilidad, fuerte soy. Llegó la noche del 14 de agosto, y el candado cayó estrepitosamente. Nueve meses de cautiverio. Pero los frailes que dormían junto a la celda no se despertaron. La evasión tuvo que ser de película. ¿Nos lamentamos otra vez pensando en que americanos e ingleses ya habrían hecho varias escenas de este momento? Déjenme recordarles que Rafael Álvarez El Brujo, en su montaje teatral La noche oscura, relata como nadie nunca lo podrá hacer este momento. Tenía que pasar entre las camas de sus carceleros para alcanzar la ventana, desde donde poder descolgarse con una cuerda hecha de jirones de sábanas, para después saltar un muro y alcanzar la calle. En paños menores, en medio de la noche de Toledo y después de saltar de un convento, cruzarse con alguien por la calle tuvo que ser especialmente embarazoso. Así pasó con un hidalgo, pero este lo dejó descansar en su portal «hasta que abran mi convento», como le pidió san Juan. Cuando amaneció, acudió a las Carmelitas descalzas. Entró en clausura, confesó a una religiosa gravemente enferma y recitó los romances sobre la Trinidad que había compuesto. Cuentan que Magdalena del Espíritu Santo recordaría después que el frailecillo llevaba un cuaderno con las estrofas de Cántico espiritual hasta «¡oh ninfas de judea!», el poema Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, y otro romance sobre el salmo Super flumina Babylonis.
Tanto la biografía como la obra y, especialmente, la poesía de Juan de la Cruz, presentan más interrogantes que respuestasJosé Jiménez Lozano, escritor
Pedro González de Mendoza, canónigo de Toledo y buen amigo de los descalzos, escondió en su casa a Juan de la Cruz, y en septiembre lo llevó a Almodóvar del Río, donde iban a reunirse en capítulo los carmelitas reformadores.
Desde Almodóvar fue acompañado hasta el conventillo de El Calvario, donde había sido nombrado prior. Por el camino se detuvo en Beas de Segura, en el convento de Carmelitas donde era priora Ana de Jesús. Al llegar, una monja cantó esta coplilla:
Quien no sabe de penas,
en este valle de dolores,
no sabe cosas buenas,
ni ha gustado amores,
pues penas son el traje de amadores.
Cuentan que Juan se desmayó tras escucharlo. Como apunta Jiménez Lozano: «La cárcel le había debilitado, sin duda, y quizá emocionalmente aún no estaba muy equilibrado; pero lo que esta anécdota nos indica, sobre todo, es que su sensibilidad se ha afinado tan extraordinariamente y absorberá con todas las fueras de su espíritu toda la belleza de la naturaleza El Calvario». Y es que aquel convento era un vergel: vegetación variada, suave brisa, acequias profundas, toda la naturaleza hablando el paso del Amado. Y allí completó el Cántico.
Francisco de Asís Lerdo de Tejada
San Ignacio de Loyola protagoniza la cuarta entrega de la serie «Españoles conversos». El soldado que fundó la Compañía de Jesús.
Dos mujeres, una madre de familia y una religiosa, protagonizan los dos milagros de Juan Pablo II que, certificados, permitieron avanzar en su canonización.