José María Contreras Espuny | 13 de agosto de 2020
La belleza de una esposa y unos aforismos demasiado acertados de Ramón Eder.
Yo no me casé por gusto, sino porque me gustaba mi mujer. Y me gustaba en el sentido más superficial; me gustaba su exterior, su envoltorio, su carcasa, lo que de ella era apreciable por estar a la luz del día. No digo que otros no puedan enamorarse del interior –unos riñones simétricos o unos intestinos arabescos tendrán su aquel–, pero yo, que estoy incapacitado para ponderar esas cavernidades, me tuve que enamorar de lo que veían estos ojos. Ojos que, dicen, habrá de tragarse la tierra; como habrá de tragarse –primero el tiempo y después la tierra– todo aquello que me gustó de mi mujer. En otras palabras, me enamoró lo que en ella había de más superficial y efímero.
Y esa belleza suya era, por una parte, subjetiva, porque residía en un sujeto, y por otra, objetiva, porque resultaba unánime, muy por encima de cualquier controversia. Era una cuestión de armonía, proporciones y delicadeza en el rostro, así como en los demás volúmenes que la constituían y contra los que la luz, como una mosca contra un cristal, chocaba, rebotaba y volvía a chocar, haciéndola felizmente visible, demostrando su bendita opacidad.
Pero, muy especialmente, su belleza era un je ne sais quoi que vería hasta un ciego pero que ningún esteta sabría definir. Ignoro de dónde provenía ese non so ché, esa gracia: tal vez de lo que llaman forma de ser –siempre que tal cosa exista, que lo dudo–; puede que de alguna virtud con aspiraciones centrífugas… Quizás del alma –si es que seguimos teniendo alma; aunque, por las apariencias, juraría que ella sí–. En cualquier caso, esa gracia insistía sobre ella de forma sostenida y visible, y hacía de su belleza algo incandescente.
Las mujeres muy bellas crean a su alrededor un sentimiento de irrealidadRamón Eder
Y si hablo en pasado es un poco por fastidiarla. También por darle la razón, pues sostiene que, aunque soy parco en piropos, aun debería serlo más. Se lamenta de que tengo algún defecto de fábrica por el que los piropos me salen desconcertantes y conceptuosos, temibles. Y reconozco que, en este caso, lo más acorde a los hechos habría sido utilizar el presente en los párrafos de arriba. Pero como lo escrito, escrito está, y por tanto difícil remedio tiene, volvamos al pasado, más concretamente al pasado verano.
Agosto despuntaba cuando topé con los aforismos de Ramón Eder. Bastó hojear sus Ironías para saber que sería una lectura merecedora de un ritual que acabó por acompañarme durante el resto del verano. Una hora antes de que atardeciera, pasaba un litro al congelador y espoleaba a los niños. Para cuando el sol estuviera debilitado, naranja, a punto de claudicar, los niños debían estar despachados, el vaso sudando y los pulmones expectantes, suplicantes a la vista de los cigarros alineados sobre la mesa. Entonces, predispuesto al «erotismo de la inteligencia», alargaba la mano, tomaba el volumen de Ramón Eder y dedicaba una hora a degustar, con paciencia de rumiante, una docena, no más, de sus «enormes minucias». Crepúsculo, cerveza, aforismos y tabaco.
Hasta un día en que subrayé, y luego redondeé, y luego puse un asterisco a uno que rezaba: «Los hijos de las madres muy hermosas son siempre melancólicos». Cerré el libro, di una calada con el diafragma para decir amén y pensé en mis dos varones, tan pequeños y ya abocados a la melancolía. «Qué exactitud», aplaudí. Pero entonces una sombra cruzó mi entendimiento y me dije: «Quizás demasiada». Y acto seguido: «A ver si este vasco que escribe frasesitas conoce a mi mujer y soy el último en enterarme».
Por supuesto me consta que hay madres guapas por ahí, muchas, incluso en el País Vasco, pero para inspirar ese aforismo con tanta precisión, ninguna, salvo la madre de mis hijos. Y, desde luego, Matilde no tiene la obligación de decirme a quién conoce o deja de conocer, pero resultaba extraño que lo hubiera callado cuando llevaba semanas asaetándola con mis subrayados del librito.
Los hijos de las madres muy hermosas son siempre melancólicosRamón Eder, Ironías
Y aunque la pregunta se formulaba sola, me la tragué. Primero, porque no habría soportado una mentira. Segundo, por miedo a la verdad. Así, en silencio, lleno de pensamientos oscuros, acabé Ironías y me abalancé a por el siguiente. A día de hoy, no hay uno solo de los renglones del señor Eder –tan insulares, tan henchidos de importancia– del que no haya sospechado con la meticulosidad de un exégeta.
Así fue que encontré la confirmación: «Las mujeres muy bellas crean a su alrededor un sentimiento de irrealidad». Ya era demasiado. ¡Pero si llevo ocho años viviendo en esa nítida bruma, en esa pasmosa cotidianidad! ¡Ocho años parpadeando, desenfocado, pellizcándome! Y claro que alguna mujer podrá producir algo parecido; pero eso, parecido, atenuado, diluido, no con la fuerza suficiente como para servir de inspiración. No, alguien no hace el retrato exacto de otra persona por casualidad, sin haberla admirado con detenimiento.
Y macerada por el silencio, mi sospecha, que ya es más que sospecha, ha derivado en una compulsión que me tiene atado a la obra de Eder. Paso horas espigando sus aforismos. Los silabeo, los analizo sintácticamente, los miro al trasluz. Busco guiños… o tal vez los invente; quién sabe a estas alturas. Abro alguno de sus libros al azar y me castigo: «Estoy ensimismado en ti misma». O mucho peor: «Las mujeres quieren ser miradas por los hombres con respeto, pero con secreta lujuria».
Mira, Ramón…
No hay manera de aclararse en una época que rastrea las mentiras como un perro pachón, pero que no daría con una verdad ni aunque le cayera encima abriéndole la cabeza.
La protección del matrimonio no implica prohibir otros modelos de convivencia que aportan bienes a todos, respetando siempre la libertad individual.