Armando Zerolo | 01 de septiembre de 2020
El santo que libra de peste y males se queda en su urna de cristal, ni rezado ni castigado, ignorado. Como se ignoran los objetos que han caído en desuso, así se ignoran las costumbres.
Una dulzaina, un tambor y unas jotas castellanas alegraban el prado de mi pueblo el día de San Roque. Antes una misa organizada por los cofrades y una procesión para llevar el santo a su ermita. Los campos de trigo y cebada ya se habían cosechado, y solo algunos viñedos teñían de verde el ocre de los campos de Castilla. Recorríamos la carretera comarcal con sus parches de alquitrán y sus vapores de agosto. En la ermita que había quedado a un margen de la carretera, descolocada de su camino, estaba el modesto edificio de piedra y madera que guardaba al santo de año en año.
En la puerta se cantaba una jota y las mujeres bailaban al patrón (se cuenta que antes también los hombres cantaban y bailaban). Para sufragar las necesidades de la cofradía se subastaban los palos de las andas: «¿hay algún fiel que de más?» y si había silencio: «anda, una jota para el santo», decía el cofrade mayor, sonaba la dulzaina y el tambor, y las mozas ya no tal lozanas salían a bailar o a cantar: «líbranos de peste y males, Roque santo y peregrino». El honor de llevar la subasta le correspondía a Áureo, el cofrade más veterano. De repente algún joven pujaba con «50 áureos» y él, serio pero contento, decía: «50€ áureos dan, a la una…» Risotada general y sonrisa tierna en el rostro del anciano, se la habían vuelto a jugar. Entre jota y baile, puja y puja, el que tenía algo que agradecer o que ofrecer acababa subiendo al santo, y gritaba un «¡Viva San Roque!», respondido por un «¡Viva!» general.
A la vuelta nos esperaba un aperitivo en el prado, a la sombra de los chopos y los fresnos comunales. Los viejos del lugar escoltaban el codiciado contenido de las mesas de hierro verde, con manteles de papel, y platos de plástico. El ritual implicaba que solo se podía empezar a comer tras la imperceptible señal de la autoridad del lugar. Yo nunca conseguí detectarla, pero había un momento en que todo el mundo se abalanzaba sobre los platos. La timidez durante la misa y la procesión iba cediendo ante los efectos de la música y de la limonada, que es el resultado de la traicionera mezcla de vino de la tierra con limón y azúcar. Los grupos se abrían y las miradas del castellano receloso se iban suavizando a medida que avanzaba la fiesta.
Todo aquello tenía un aire antiguo y caduco, casi de película de Berlanga. Se mantenía una cofradía que había perdido las funciones de protección y que había sido sustituida por la Seguridad Social, se rezaba a un santo con la fe del carbonero y se cantaban canciones que nadie tenía ya en sus «listas de reproducción», pero se hacía, y despertaba un arcano sentimiento de comunidad, y aquello bastaba.
Este año «se ha decidido» de ese modo misterioso en que se deciden las cosas en los pueblos, de esa manera en la que nadie sabe muy bien de dónde proceden las normas, pero que todos respetan, que no habría misa, ni procesión, ni baile. El santo que nos «libra de peste y males» se quedaría en su urna de cristal, ni rezado ni castigado, ignorado. Como se ignoran los objetos que han caído en desuso, así se ignoran las costumbres.
La calle Real este año estaba vacía. Algún anciano solitario y las mascarillas dejando a la vista solo la sospecha de los ojos. Daba la sensación de ser un pueblo castellano en un largo invierno del siglo XIX, donde corrían los rumores y las maledicencias más que los bailes y los amoríos.
Este agosto ha habido más turismo interior, muchas familias han vuelto a los pueblos y los «madrileños» de toda España han repoblado la España vacía, pero lo han hecho con los usos y costumbres que han aprendido fuera de los pueblos. Se han asado corderos, se ha bebido vino y alguno habrá que haya bailado, pero en su casa, con los suyos, y sin mezclarse, como era preceptivo. Muchos habrán descubierto que la soledad es más agradable en el pueblo y que los muros de la casa de los abuelos son más gordos que los del pisito en la ciudad. Que con una tele y wifi en el campo se vive muy bien.
Mi pueblo se parece cada vez más a una urbanización de las afueras de Madrid y menos a un libro de Delibes.
Mientras tanto, en el pueblo, los ancianos murmuran que «ya nada volverá a ser igual», que «esto lo ha cambiado todo» y que «ya veremos». Esto lo han dicho siempre los viejos, y esa es su función, pero los que estamos en la mitad de la vida estamos siendo testigos de una transición cultural que se encarna en nosotros.
¿Qué hace falta para que se pierda una costumbre? ¿Cómo es posible que precisamente este año no se haya rezado al santo de las epidemias? Los jóvenes han visto a sus abuelos sostener hercúleamente las torres de las tradiciones, pero se veían como pigmeos bajo las piedras. Las viejas formas cumplían una función valiosa, pero es difícil convencer a nadie de que continúen con ellas. Hacía tiempo que las formas se habían desprendido de las creencias y por esa razón no veo a los adolescentes sacando al santo vencido por el virus. Cuando se ha instalado la creencia de que algo es viejo resulta muy difícil revivirlo. Mi pueblo se parece cada vez más a una urbanización de las afueras de Madrid y menos a un libro de Miguel Delibes.
Pienso que el pueblo es para mis hijos como la cabina de un avión, llena de botones, pantallas y palancas de las que desconocen su función y, sin embargo, me sorprendo viendo a los ancianos verlos jugar y volar en el mismo aparato.
Cuando volvamos a preguntarnos, desesperados, quién nos devolverá el tiempo perdido, se abrirá de nuevo la posibilidad de una historia.
Internet y los bajos impuestos no lograrían por sí solos repoblar la España vaciada, pero ayudarían mucho a solventar el problema.