Mariona Gúmpert | 09 de septiembre de 2020
Cada vez son más las personas que van abriendo los ojos y comprobando que, cuando más necesitamos gobernantes con responsabilidad y visión de Estado, tenemos dirigiendo España a alguien que creía que la cosa iba de viajar en avión privado, y a otro que cree estar viviendo un Juego de Tronos, versión macho alfa ibérico.
Vivimos en una sociedad que pivota entre dos extremos desconcertantes; por un lado, nos venden por activa y por pasiva que un adulto de 45 años puede despertarse por la mañana sintiéndose una niña de 12 años. Por otro, sufrimos un acusado cientificismo, una fe irracional en «la ciencia», fe que se caracteriza -irónicamente- por no saber cuáles son los límites y alcances que puede tener esta área del saber.
En resumen, según nos interese, decimos que todo fluye, y nada es (como diría Heráclito) o, por el contrario, deseamos para según qué campos el fundamentalismo de «los datos» y «la ciencia», el ansia de lo seguro e irrefutable, la inmutabilidad de lo parmenídeo.
Estas dos formas de interpretar la realidad no aparecen de la nada; son fruto de la deriva histórica y filosófica que ha seguido la sociedad occidental. Muchos de los aspectos que caracterizan a esta última se explican por este matrimonio, tan extraño como conveniente, del relativismo y del determinismo racionalista. Uno puede sacar a interés el comodín de «todo es cuestión de enfoque» o el de «estos son datos objetivos, aplastantes e irrefutables».
Y entonces llegó la COVID-19. Un problema real y palpable, frente al de los micromachismos o el Black Lives Matter, en un país donde el número de población negra roza lo anecdótico. La pandemia, además de ser real, tiene el pequeño inconveniente de que no tenemos a nuestro alcance soluciones definitivas, al menos tal y como las que querrían los abanderados de la seguridad absoluta que supuestamente proporciona la ciencia. El abordaje de un problema de este tipo implica a campos del saber que están muy lejos de las ciencias exactas.
Respecto de la microbiología, el SARS-cov-2, es un virus nuevo que apenas se empieza a conocer. El mismo problema afecta al campo de la medicina, dado que no se conocen todavía los porqués de las distintas patologías que causa: por qué afecta más a unos que a otros, qué secuelas deja o cuál es la opción más eficaz para tratarlo.
Al ser una pandemia, es fundamental la epidemiología, que funciona en términos más inciertos todavía (al menos desde la seguridad y certidumbre que exigen muchos ciudadanos). La epidemiología estudia a nivel macro (frente a la microbiología y la medicina), y sus métodos son la encuesta, la estadística y la modelización. Uno de los factores más arduos de la disciplina es decidir si los resultados en determinadas poblaciones son extrapolables a otras.
La sociedad civil está completamente desconcertada, con muchos y diversos temores fundados, dado que no es poco lo que está en juego, y tanto los gobernantes como los medios de comunicación no han hecho su función como cabía esperar de ellos
Todo lo dicho no implica que no se sepa, ni se pueda saber nada, sobre el virus. Lo que se conoce es suficiente como para dar márgenes de acción a los agentes políticos y sociales. Y es aquí donde aparecen problemas relacionados con lo estrictamente humano. En un contexto ideal, los políticos, movidos por el bien común –el gran olvidado-, tendrían la humildad suficiente como para dejarse informar y aconsejar por diferentes expertos que fueran, además, independientes. Lo fundamental, sin embargo, sería que supieran que su misión es la de gobernar teniendo en cuenta todos los factores que afectan a la sociedad, y no ceñirse exclusivamente al contexto sanitario. Entre otras cosas porque la COVID-19 no es la única enfermedad que mata a muchas personas. Sin ir más lejos, el confinamiento puede disparar enfermedades graves como las cardiovasculares o las mentales. Por no decir que nuestro sistema sanitario –tanto público como privado- se mantiene porque hay dinero para sostenerlo. Y, por desgracia, el dinero no cae del cielo.
Las decisiones que un gobernante tiene que tomar ante una pandemia como esta no son nada sencillas. A esto se suma la dificultad de la obligación de informar con claridad a la población de lo que está ocurriendo, de qué conocimiento se dispone, y, si no resulta demasiado complejo, explicar en qué se basa cada una de las decisiones que se vayan implementando.
Para complementar el marco ideal en el que gestionar una pandemia de este tipo se necesitaría un cuarto poder verdaderamente independiente. Cuando hablamos de la independencia de los medios de comunicación, normalmente pensamos en su desvinculación de los otros poderes, como el político y el económico. Pero olvidamos que el mismo periodismo necesita ser riguroso, y alejarse en la medida de lo posible de los contenidos que funcionan bien económicamente, pero que acaban siendo solo carnaza sensacionalista sacada completamente de contexto.
¿Podemos decir que, más o menos, nos estamos ajustando como sociedad a este marco ideal desde el cual funcionarían mejor las cosas? Rotundamente no, y es algo que se está poniendo de relieve con el asunto de la reanudación de las clases. La incertidumbre sobre el tema ha durado todo el verano, dado que los gobernantes no se han definido hasta el último momento. Una vez han tomado decisiones e informado sobre estas, solo han proporcionado indicaciones sobre cómo actuar, pero no explicaciones en las que se basan dichas indicaciones, y respecto de las cuales quedarse tranquilo (o discrepar, si se diera el caso).
En países como el Reino Unido u Holanda, los Gobiernos han habilitado sitios web fácilmente navegables donde se dan directrices sobre cómo afrontar la vuelta a clase de forma segura y, además, se dan razones sobre por qué lo es. La información más accesible de la que disponemos los españoles es una entrevista en El País a la ministra Isabel Celaá, vía bastante informal teniendo en cuenta el tema al que nos enfrentamos. Tanto padres como profesores han acabado teniendo que hacer un acto de fe ante unas afirmaciones que no tienen mayor autoridad que la persona que las emite (por más que sea ministra), y que se refiere de forma vaga a otros estudios y países.
Por parte de la prensa, la respuesta no ha sido mucho mejor. La tónica general ha sido acudir al titular sensacionalista y alarmista, para acto seguido aclarar en el cuerpo de texto algo completamente distinto. Lo vimos respecto al tema de la carga viral en niños o sobre el supuesto cierre de colegios masivo en Alemania.
Ante este panorama, no es de extrañar que la sociedad civil esté completamente desconcertada, con muchos y diversos temores fundados, dado que no es poco lo que está en juego, y tanto los gobernantes como los medios de comunicación no han hecho su función como cabía esperar de ellos. Cada vez son más las personas que van abriendo los ojos y comprobando que, cuando más necesitamos gobernantes con responsabilidad y visión de Estado, tenemos dirigiendo España a alguien que creía que la cosa iba de viajar en avión privado, y a otro que cree estar viviendo un Juego de Tronos, versión macho alfa ibérico.
¿Soluciones? No son sencillas. Pero ayudaría mucho cambiar el enfoque relativista-cientificista e intentar rescatar visiones filosóficas clásicas, sutiles y sofisticadas, más útiles a la hora de –por lo menos- asumir la complejidad de las cosas. Dichas visiones, como lo puede ser la filosofía práctica aristotélica, son más arduas de comprender en todo su calado. Pero, a nada que uno tenga cierta experiencia y recorrido vitales, sabe que todo lo que es valioso cuesta esfuerzo y tesón. Ánimo, y al toro.
Testimonios de profesores universitarios, de Formación Profesional y de colegios que se adaptan para convertir el salón de casa en un aula.
Se trata de un virus aviar que produce síntomas respiratorios parecidos al catarro, que pueden desembocar en neumonía, y que ya ha alcanzado una tasa de mortalidad cercana al 2%.