Armando Pego | 20 de septiembre de 2020
El camino del Cid hacia el destierro da pie al recuerdo de los hispanistas Ian Michael, Francisco Márquez Villanueva y a la reflexión sobre la evolución de la Universidad y su profesorado en los últimos años.
Hace un par de meses, fallecía Ian Michael (1936-2020), uno de los últimos grandes hispanistas británicos del siglo XX. Con su edición de Poema del Mío Cid en Clásicos Castalia estudiamos no pocas promociones finiseculares de Filología los problemas de datación del manuscrito y las disputas entre los oralistas y los individualistas.
Al reabrir el ejemplar que utilizaba en mis tiempos estudiantiles a principios de los años noventa, me han venido a la memoria las lecciones que nos impartió Francisco Márquez Villanueva (1931-2013) durante un cuatrimestre de Literatura Medieval en la Universidad Complutense. Conservo la impresión de un profesor y de un público predispuestos de antemano a gozar de aquellas clases. El prestigio de Márquez Villanueva venía aureolado por su condición de autoexiliado del mundo universitario de los años cincuenta. Cansados de un modelo todavía muy vertical, pero acostumbrados a conformarnos, casi esperábamos que no dejaría de deslumbrarnos con su respeto por el episodio del león cidiano o por su pasión por los amores de doña Endrina y don Melón.
Él mismo, que estaba terminando Orígenes y sociología del tema celestinesco (1993), pareció llegar entusiasmado, como si su regreso a las aulas españolas supusiese el primer paso de un íntimo resarcimiento autobiográfico e intelectual. Intuyo que le ilusionaba pensar que podría poner las bases de un magisterio entre los alumnos de la generación de los discípulos de los que se había visto privado, al haber tenido que emigrar. Tengo el recuerdo de que aquella experiencia fue agridulce. Antes que nosotros me temo que fue él mismo quien, desilusionado, advirtiera que no lograba conectar con una audiencia expectante pero fría, tal vez por causas soterradas más allá de la admiración que hubiéramos sentido por él.
Aun en un mundo académico hipertrofiado y sin horizontes como el actual, es difícil imaginar -o querer recordar- el despiadado itinerario de la carrera académica en los años ochenta y noventa
Márquez Villanueva venía de enseñar en Harvard; estaba acostumbrado a un número de estudiantes reducido; la vida universitaria que conocía se circunscribía a los límites de un campus-ciudad. Nosotros confluíamos en grupos atomizados, procedentes de diversas licenciaturas, en unos edificios horrorosos y desangelados, en donde tomábamos apuntes, visitábamos la cafetería y salíamos disparados a tomar diversos transportes que nos devolviesen a los cuatro puntos de una megaurbe.
En el plano intelectual, además, como otros miembros de su generación (José Jiménez Lozano, Ángel Alcalá, Ciriaco Morón…), con diversas inflexiones y tonalidades políticas y personales, Márquez Villanueva había asumido el magisterio de Américo Castro. En cambio, el profesorado que comenzaba a consolidarse en las cátedras necesitaba deshacerse de aquellas presencias que no acababan de echarse todavía en falta, al precio que fuese, empezando por el de la mitificación.
Aquel profesorado nuestro no necesitaba distracciones en las luchas que articularon el mundo universitario durante unas dos décadas, antes de que el desarrollo del Plan de Bolonia cavase el fin de los éxitos de un modelo que, de tan aparentemente democrático, colapsó la estructura feudal sobre la que se había venido sosteniendo. Aun en un mundo académico hipertrofiado y sin horizontes como el actual, es difícil imaginar -o querer recordar- el despiadado itinerario de la carrera académica en los años ochenta y noventa.
La generación del medio siglo, más si sus miembros procedían de universidades extranjeras, tenía asignada una función que merecía puntuales recompensas institucionales, según los criterios de esa red de favores mutuos que ha imperado siempre en la vida pública española. Sin que fuera de su gusto, debió aceptar que a cambio tenía vedado formar a las últimas generaciones del baby-boom.
Mientras recuerdo en escorzo aquel mundo, me he puesto a repasar El sol de los desterrados. En el primer capítulo de Múltiples moradas, entre los rastros de las diásporas y las peregrinaciones que Castro había advertido en la realidad histórica de España, Claudio Guillén incluía las de los emigrantes y los emigrados que habían construido la imagen de nuestra precaria identidad liberal. Con una sorprendente coherencia interna, debía obviar el testimonio del Poema del Mío Cid.
Esa epopeya fundacional sigue conservando intactas una serie de lecciones que no deberían estar sepultadas bajo siete llaves. No sería la menor la descripción física y moral de un destierro como la base de su relato nacional que es, por encima de todo, la historia de un viaje ininterrumpido, escarpado y glorioso, tanto de afrentas y venganzas como de duras reconciliaciones. Quizás una de las reflexiones más agudas sobre el modo abrupto y tenso de organizar la polis peninsular haya sido presentada con la irónica simplicidad de un ¿juglar? medieval.
Como en mi juventud, sigue impresionándome la segunda intervención del Cid dirigida a su lugarteniente Minaya (mi hermano, según anota don Ramón Menéndez Pidal). Al observar el vuelo agorero de las cornejas, ««meçió Mio Çid los ombros e engrameó la tiesta: / «¡Albricia, Álbar Fáñez, ca echados somos de tierra!»”. Legendarios, sospecho que contienen la cifra y el desafío de un destino, de unos vínculos de amistad y de un sentido de comunidad.
La existencia de Dios es inverosímil sin la afirmación robusta de la existencia de la libertad humana, y la universidad debe ser un lugar de defensa de esa libertad en el conjunto de los saberes que cultiva.
Cómo las ideologías y actitudes vitales de la «modernidad» han sustituido a la idea cristiana del hombre y de la sociedad y cómo han penetrado en la educación y en la Universidad.