Ana Rodríguez de Agüero | 27 de septiembre de 2020
Un hijo es una persona capaz de amar, de cuidar, de pensar, de innovar, de trabajar… En cualquier caso, una persona que seguirá aquí cuando nosotros nos marchemos: una esperanza de futuro.
Fui educada en la idea de Hannah Arendt de que un niño que nace, una persona nueva, es lo único nuevo que le pasa al mundo, puesto que todo lo que en el mundo sucede de nuevo, para bien o para mal, lo hacemos las personas. Mi abuela manchega no era filósofa, pero me transmitió con rotundidad innegable que todo niño que nace es un gran regalo para este viejo mundo al que viene. Para ella –una visionaria que pasó la vida «emponderando» a las mujeres de su entorno, cuando esa horrible palabra aún no existía– la gestación, la crianza y la educación de una persona eran las cosas más grandes que podía hacer una mujer, y nunca necesitó decírmelo explícitamente, para que yo entendiera de sus gestos y palabras de admiración hacia las madres lo que pensaba de ellas, y de su «trabajo», el más difícil y bonito del mundo.
Imbuida de estos principios, y de otras muchas consideraciones que ahora no vienen al caso, no es extraño que en cuanto pude –no tan pronto como hubiera querido– nos lanzáramos, mi marido y yo, por el camino de la paternidad. Tener hijos no era una decisión calculada, controlada en sus más mínimos detalles y rigurosamente planificada, sino un regalo inesperado, consecuencia lógica (pero no debida y, por tanto, siempre inmerecida) de nuestra posición vital, esa que resume maravillosamente Miguel d´Ors en su Canto Nupcial:
Lejos de diccionarios y decretos,
lejos de dividendos, de prudencias
polvorientas, y miles, y partidos
fuera de doctorados y desfiles,
más allá de seguros, homenajes,
métodos, uniformes y medidas,
tu amor y el mío;
en el bando del viento y la paloma,
del lado de la rosa amordazada,
alzando la bandera de la vida.
Sí, alzando la bandera de la vida, ese era nuestro bando, nuestro lugar.
No esperábamos condecoraciones, claro, pero sí teníamos la certeza de estar trascendiéndonos a nosotros mismos, de no trabajar para nuestro provecho exclusivo, por un interés particular, sino de estar colaborando en el gran milagro: que una persona nueva le nazca al mundo. Enseguida nos dimos cuenta de que la nuestra no era una visión predominante en España, segunda década del siglo XXI.
«Enhorabuena, estaréis muy contentos». «¿Lo buscabais, verdad?». «¿Qué preferís, niña o niño?». «Que sepáis que os habéis hipotecado la vida para siempre». «Fulanita también ha tenido un niño y le va muy bien, ánimo, es una cosa muy bonita». Entre el atontamiento y la inexperiencia, no caí de primeras en que no parecían muy afectados por el niño que iba a venir al mundo. El niño era una buena noticia para nosotros, sus padres -siempre que lo hubiéramos querido, buscado, planificado, organizado y fuéramos conscientes de todas las pérdidas que nos iba a acarrear-, pero no tenía nada que ver con nuestro entorno social, que nos felicitaba por algo ajeno, por un hecho exclusivamente «nuestro», de su padre y mío.
Con los sucesivos niños, los comentarios iban empeorando: «Ah, queríais la parejita, claro. Bueno, ahora ya pararéis». «¿Tres? ¿Estáis locos? No vais a tener vida propia nunca». «Se os acabó lo bueno»… El fuego que más duele, no obstante, es el fuego amigo: «Qué envidia, si yo pudiera… pero claro, hoy día tener tantos es imposible». «Qué valientes, sois unos lanzados». «Vaya ritmo lleváis»…
A veces no sabía si había expresado con claridad que lo que nos pasaba era que íbamos a tener un niño. Por las respuestas que recibía a mi noticia, me di cuenta de que debía estar expresándome mal: lo que toda aquella buena gente me entendía era que íbamos a comprarnos un yate…
Claro, ahora estaba todo claro. Ahora se entendían sus comentarios, yo también los hubiera hecho en su lugar: son preciosos, sí, y se lo pasa uno tan bien con ellos… Y toda la realidad cambia si se ve desde ellos, y es mejor, así que vaya envidia que tú puedas comprarte uno… Pero claro, son tan caros, al final tienes que hipotecarte, y no solo económicamente, que también: es que te quedas sin tiempo propio, porque ya todo lo que no dediques a trabajar se lo tienes que dedicar a él…
Inútilmente trataba de explicarles que no, no era un yate lo que íbamos a comprarnos, para nuestro uso y disfrute particular: era una persona nueva la que venía al mundo… Una persona que podría componer música maravillosa, o escribir una gran obra literaria, o encontrar la vacuna que nos protegiese de un virus letal… O cuidar de los ancianos, o de los enfermos, o desarrollar geniales inventos, o dedicar la vida a enseñar a los niños, a hacer el bien de cualquier forma… Una persona que podría pagar impuestos, contribuir al desarrollo del país, sostener el endeble sistema de pensiones… Capaz de lo peor, sí, pero también de lo mejor, y ojalá fuese esto último lo que sucediese. Una persona capaz de amar, de cuidar, de pensar, de innovar, de trabajar… En cualquier caso, una persona que seguiría aquí cuando nosotros nos marchásemos: una esperanza de futuro.
¿Futuro? ¿A quién le importa el futuro? No a nuestra sociedad, me temo. La pandemia de coronavirus lo ha puesto de manifiesto con dolorosa claridad. Los niños, encerrados en sus casas durante casi cincuenta días, han sido tratados como un problema exclusivo de sus padres: «Son ellos los que se agobian con los niños en casa y quieren sacarlos a la calle». A nadie le ha preocupado si es bueno o malo para los niños no poder tomar el sol y el aire, o caminar, o pasar seis meses aislados de sus congéneres, o perder casi medio curso… Si son buenas o malas para ellos las medidas que les afectan, nadie se lo ha planteado. En Twitter leí un comentario definitivo, cuando una comunidad autónoma decidió cerrar de nuevo los parques, durante la «segunda ola» de la pandemia: «A los padres les beneficiaría que se mantuvieran abiertos». ¡A los padres!
Claro, porque los hijos no cuentan como bien valioso para la sociedad. Los hijos pertenecen a los padres. A los padres que se los han «comprado» como el que se compra un yate, a costa de su tiempo, su salud y su economía, y que no merecen ninguna ayuda estatal. Eso sería tan injusto como ayudar al que se compra un yate: cada uno que se pague sus caprichos. ¡Faltaría más!
Al descenso de la natalidad hay que sumar los serios problemas para conciliar la vida familiar con la laboral.
Esta semana, en nuestra Revista de libros, dos novelas: “Vivir abajo” de Gustavo Faverón, y “Fuiste el rey” de Fernando Ariza.