Armando Pego | 04 de octubre de 2020
El drama de la «guerra cultural» consiste en que a veces uno tiene la sensación de que se trata de una guerra dentro de una guerra de espejos que reflejan, despiadadas como son, las trifulcas de cortesanos de Versalles sobre el fondo de una postal de un paisaje del Bosco.
Bajo la fuerte impresión del diálogo entre Jesús y Pilato en el pretorio, decidí objetar al servicio militar a principios de los noventa. Solía responder a quienes me reprocharon tibieza de temperamento que prefería morir en un campo de batalla retirando cadáveres y consolando heridos que sufrir la muerte disparando al azar poniendo la confianza en no acertar.
Evidentemente, una cuestión son los ideales y otra las realidades cotidianas. Acabé prestando el servicio social sustitutorio en una asociación de vecinos de un barrio muy castigado. Durante un año escribí cartas, visité vecinos y monté carpas como cualquier otro compañero. Su presidenta solía dirigirse a mí a voz en pelo como «a ese ‘moderadito’ que tiene los cojones de enfrentarse conmigo para defender sus ideas». Me había negado a subirme, ni a rastras, a «su» carroza de carnaval.
En medio de una anodina existencia también se acaba uno encontrando ante aquellas decisiones que sabe que no debe negociar, sino combatir aun pacíficamente por ellas, por más nimias que parezcan. En ellas está en juego poder respetarse ante sí mismo y ante quienes se han contraído lazos de amor.
Al poco de producirse la invasión de Francia en 1940, el abuelo de mi mujer, que tenía ya cinco hijos muy pequeños, fue movilizado. Mientras salía de Reims, su columna fue capturada por las tropas alemanas. Durante cinco años permaneció en un campo de prisioneros. A su vuelta, apenas hablaba de su experiencia para evitar que sus hijos aprendieran a odiar a quienes habían sido los enemigos. Consideraba que su lealtad a Francia no era incompatible con la responsabilidad hacia una familia numerosa que una mujer sola en la Francia ocupada estaba defendiendo. No habría heroicidad en su comportamiento, pero hombres así también estaban forjando la paz.
A veces pienso que me habría gustado parecerme al capitán de Boëldieu en La gran ilusión (1937) de Jean Renoir, incapaz de tutearse con sus camaradas de armas tras años de encierro en un castillo militar de alta seguridad por la sencilla razón de haber tratado siempre de usted a su esposa. Es la tentación de la pose. Seguramente no queda sino aprender del modelo del coronel Dax en Senderos de gloria (1957).
Cuento todo esto, tan poco épico y exaltante, porque entre los lugares comunes actuales sobresalen, con especial virulencia, los relacionados con las metáforas bélicas. Poco epicúreo y tampoco demasiado estoico, no me meteré en el polémico jardín de la expresión ‘guerras culturales’ o su versión suavizada de ‘batalla cultural’. Las redes sociales y los medios digitales dan mucho juego a ese tipo de escaramuzas.
En una de esas inversiones monstruosas que caracterizan a nuestra época, parece que, si se quiere la guerra, es condición imprescindible dedicarse hoy en día a preparar la paz. Se trata de llegar a un acuerdo con el contrario como quien decreta pactada su deportación del espacio público. No basta con debatir. En ocasiones hasta el silencio mismo se convierte en un arma exasperada de la guerra civil permanente que alienta secretamente cualquier proyecto revolucionario.
Las causas que mueven a la guerra, que no por negarla ha dejado nunca de existir, son básicamente la codicia y la lujuria del poder. Como sabían los Padres del Desierto, no son sino los disfraces de la vanidad. En todo victimismo subyace la grandilocuencia del verdugo.
En el día a día quienes combaten en el embarrado «campo de batalla», sin épica ni recompensas, sin cicatrices ni victorias vistosas, regresan a sus casas abrumados. Son las personas honradas (padres, maestros, médicos, ingenieros, albañiles, camareros…) que no solo cumplen con sus obligaciones, sino que tienen que enfrentarse individualmente a un sistema que asedia y desea planificar hasta los mínimos detalles el ejercicio de sus libertades más personales. El drama de la «guerra cultural» consiste en que a veces uno tiene la sensación de que se trata de una guerra dentro de una guerra de espejos que reflejan, despiadadas como son, las trifulcas de cortesanos de Versalles sobre el fondo de una postal de un paisaje del Bosco.
En El poder de los sin poder Vaclav Havel afirmó que «una palabra verdadera, incluso pronunciada por un solo hombre, es más poderosa, en determinadas circunstancias, que todo un ejército». En la mayoría de las circunstancias es también cierto que un tanque, o una campaña de bots, le pasa por encima a cualquier hombre a cuya palabra, si no logra ser operativa, se le niega hasta su condición de verdadera. ¿Acaso no sigue en pie, como siempre, qué es la verdad?
El interrogante final que la posibilidad de la guerra plantea es si, cruenta o incruenta, llegado el extremo, uno está realmente dispuesto a ponerse en riesgo en defensa de unas pocas palabras verdaderas (familia, hogar, oficio, Dios…). De la respuesta, en la victoria o en la derrota, nadie sale indemne.
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