José María Contreras Espuny
Licenciado en Filología Hispánica y doctor en Estudios Literarios. Profesor en la Escuela Universitaria de Osuna (Universidad de Sevilla). Autor de Crónicas coreanas (Renacimiento, 2016) y Confesiones de un padre sin vocación (Homo Lengens, 2018).
Sonríe e informa sobre el chapoteo desesperado y sudoroso del antepenúltimo oso polar. Sonríe y dice que el calor, el frío o lo que quiera que haga hoy es un signo inequívoco de que vamos a morir todos. Es el enigma Mario Picazo: nadie hay más radiante ni más funesto que él.
Al saberme subyugado por la acariciadora tiranía de mi hija menor, cobraron sentido algunos hechos en retrospectiva.
Llevo un tiempo en que temo cruzarme con alguien y que por educación me pregunte cómo estoy.
El coronavirus ha estrechado el mundo a la medida de nuestro entendimiento. Cuando acabe, que acabará –otra cosa es la sociedad coronavírica–, a esta gente le va a costar volver a la normalidad, a la buena, es decir, a la vieja.
Dice el salmo que dichoso el hombre que llena con hijos su aljaba, y lo usual en el Camino, al menos hasta ahora, es tener una aljaba grande, de al menos nueve plazas, de esas que pitan cuando dan marcha atrás.
Lo de la natalidad tiene muchas aristas y lleva años debatiéndose. Eso sí, al abordarla, propongo hacerlo como si fuera una autopsia, el estudio de algo irreversible. Todo lo que sea buscarle soluciones es una pérdida de tiempo.
El cortijo de mis padres, donde almorzamos los domingos, se parece más al Serengueti que a Cantora. Hay que contar 19 adultos y 12 niños. Y siendo ya vida suficiente, aún habría que desglosar la bichillería.
La vida está llena de acontecimientos, o lo que es lo mismo, cosas que pasan debido a los encuentros y desencuentros de las cosas que son.