Ricardo Franco
El milagro más grande, el acontecimiento casi nunca visto, el relato más maravillosamente enternecedor, es encontrar, ver de lejos, entre el humo y el ruido de las voces, a alguien que alguna vez, en algún momento de su vida, se replantea su postura.
Lejos dejarás tu paraíso, tu océano de paz, tu montaña divina, tu luna muda sobre la duna y el canto del pájaro interpretando la sentimental partitura de tu alma herida… y, entonces, volverás a ese extraño vacío que ya conoces.
Su sufrimiento, su amarga carencia, su echar de menos a alguien, es el signo de un corazón que todavía no se ha muerto, que está vivo y palpita, ansiosa y vehementemente.
Qué belleza, por encima de todo, es vivir: vivir ahora. Vivir en este tiempo. Vivir en el tiempo. Que exista el mismo Tiempo…
El problema, hoy, es la lejanía como distancia reactiva, desde la que nos posicionamos ante todos, como si hubiéramos levantado un muro invisible entre nuestro corazón y la vida real.
Mirémoslo todo de nuevo, toquemos, acariciemos con los ojos -por una vez- la superficie de este viejo mundo, solo para verlo mejor, sin más pretensión que observarlo.
Allá donde vayas, las ciudades pierden poco a poco su singularidad y su nombre, y en su lugar encuentras la misma estética fría, dominadora y colonizadora del corazón.
Escribir es el intento de poseer y de retener un poco de ese trocito de belleza revelada en el instante, casi divino, en el que el asombro vence por fin a la distracción.