Agustín Probanza | 28 de mayo de 2018
En la serie clásica de televisión (que saltó en los 80 del siglo pasado a la gran pantalla) Star Trek, en la tripulación de la USS Enterprise, el comandante de la misma, James T. Kirk, contaba con un asesor científico: el Sr. Spock.
Me sirve referirme a aquella serie de scifi de los años 60 para revisar la realidad de un aspecto de la ciencia (sin ficción) en nuestro país, hoy, en lo que se refiere a nuestros órganos decisorios en política científica. Creo que todos debemos alegrarnos de que se haya decidido estudiar la propuesta de crear una oficina permanente que proporcione asesoría científica a nuestros parlamentarios. Pero, por otro lado, deberíamos contemplarlo no como un fin en sí mismo, sino como un jalón más en el proyecto colectivo que nuestra sociedad arrancó en el último cuarto del siglo pasado para dotarse de un sistema nacional de ciencia y tecnología que permitiese la modernización del país y que colectivamente emprendimos –universidades, centros de investigación, empresas, investigadores y personal técnico- con importantes resultados objetivos (basten, como ejemplo, el hecho de que ocupemos la décima posición del ranking mundial en producción científica y el octavo lugar en retorno de fondos europeos de investigación).
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Ese proyecto colectivo no saldrá adelante por sí solo: al igual que si queremos que nuestros productos se exporten, es preciso contar con un sistema de infraestructuras de transporte que nos permita alcanzar los mercados extranjeros, algo que solo se puede lograr si es impulsado desde el sector público. Con la ciencia ocurre algo similar: si queremos que ese proyecto logre sus frutos, nuestra sociedad –que es la que con sus impuestos proporciona los fondos para el desarrollo de las políticas– y nuestros representantes en el Parlamento deben seguir apoyándolo. Es decir, la política de ciencia tiene que ser una POLÍTICA con mayúsculas, fruto de un pacto de Estado que no esté sujeto a vaivenes políticos, que nos permita aparecer en la foto junto con los países a los que queremos alcanzar: frente Alemania, que gasta en I+D+i el 2,84% de su PIB y que tiene un gasto en I+D+i por habitante de 1.026 €, nosotros gastamos el 1,22% de nuestro PIB y nuestro gasto en investigación por habitante es de 273,6 €. Igualmente, según el Banco Mundial, el número del personal dedicado a actividades de I+D (investigadores y técnicos) es notablemente inferior en nuestro país a lo que ocurre en los países de nuestro entorno: frente a los 4.431 y 4.168 que tienen, respectivamente, Alemania y Francia por millón de habitantes, nosotros tenemos 2.654. Esto supone que el total de personas que se dedica la investigación –205.873, según el INE– casi cabría repartido entre el Camp Nou y el Santiago Bernabéu y parte del nuevo estadio del Atlético de Madrid. Creo que estas cifras permiten entender que no es una casualidad que Alemania y Francia perciban por sus exportaciones de tecnología, respectivamente, 13,3 y 7,3 veces lo que recibe España.
Paralelamente, es preciso señalar que la financiación pública de la ciencia en nuestro país no solo se ha reducido, sino que se ha complicado: el investigador y las estructuras a las que está adscrito, en lugar de dedicarse a que el proyecto que se les financia salga adelante, dedican cada vez más tiempo a justificar los gastos, dando igual los resultados del proyecto como tal. Es paradójico que en el siglo XXI, en el que casi se podría hacer un control de gestión en tiempo real gracias a las modernas tecnologías, al final sigamos con un sistema de justificación cuasiartesanal, en el que el foco no está puesto en que el proyecto que se seleccionó para recibir ayuda pública haya sido ejecutado conforme a lo previsto y con el presupuesto concedido, sino en si los gastos se ajustan a una normativa que es ambigua –y, muchas de las veces, depende de la interpretación que haga la entidad a la que subcontrate el ministerio para auditarte–. Tampoco se tiene en cuenta que muchas de las veces se está optimizando dicho presupuesto, puesto que, las más de las veces, lo que se concede es notablemente inferior a los recursos que realmente se precisan para ejecutar correctamente el proyecto. Ha habido una constante promesa histórica de simplificar los procedimientos de gestión por parte de los sucesivos responsables ministeriales de los que ha dependido la política de ciencia y tecnología a lo largo de todos estos años, que se ha incumplido permanentemente en la práctica y sigue sin visos de hacerlo. Ojalá la nueva Agencia Estatal de Investigación, creada ya hace más de un año, logre hacerlo.
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Por lo tanto, como sociedad que aceptó el reto de modernizar este país y de impulsar un sistema nacional de ciencia que fuera un verdadero motor económico, no debemos conformarnos únicamente con que nuestros legisladores cuenten con estructuras de asesoramiento científico-técnico sobre cuestiones científicas en el Parlamento: debemos exigir, como ciudadanos y como país, que la ciencia sea realmente una prioridad a corto, medio y largo plazo –tanto en el plano regional como nacional–, repensando los instrumentos ya establecidos para que respondan mejor al fin para el que fueron creados; exigiendo a nuestros representantes y estructuras a las que están adscritos –los partidos—que también cuenten con especialistas en la cuestión; y, en fin, teniendo la suficiente visión como para proyectar un modelo estatal de ciencia que esté sostenido en el tiempo, teniendo en cuenta nuestra gran capacidad, tal y como nuestros investigadores están acreditando día a día.