José Luis Velayos | 25 de enero de 2018
Que existe Dios es algo demostrado filosóficamente. Su no existencia, según los filósofos, es prácticamente imposible. Es dogma de fe, proclamado por el Concilio Vaticano I, que el hombre puede llegar al conocimiento de la existencia de Dios.
El ateo y el indiferente, así como el creyente, alguna vez dudan de la existencia de Dios. Pero Dios no se suele presentar al modo de Frossard (“Dios existe, yo me lo encontré”) o al de García Morente (como un hecho “sorprendente”). Aparentemente pasa inadvertido. Sin embargo, el hombre lo necesita y, si quiere, lo busca y lo encuentra.
El Ser Supremo “se escapa” a la comprobación experimental, no es un objeto de las ciencias experimentales. A este respecto, Collins, premio Príncipe de Asturias 2001, el mayor responsable de la secuenciación del genoma humano, afirmaba que la complejidad de la estructuración del genoma le habla de la existencia de un Creador. Algunos científicos, materialistas, sin demostración a este respecto (es un prejuicio), declaran que Dios es un producto cerebral.
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Así, por ejemplo, Hamer ha buscado, sin resultados, en gemelos los genes que tienen que ver con la religión, el “gen de Dios” (gen VMAT2); según él, la espiritualidad sería una de nuestras herencias básicas. Newberg afirma que las experiencias místicas son provocadas por el lóbulo temporal del cerebro. Y declara que nuestro cerebro puede modificar nuestra religiosidad y que el cerebro nos convence de la firmeza de nuestras creencias.
Persinger dice haber conseguido la sensación de la presencia de Dios en individuos a los que les practicó una estimulación magnética transcraneal. A este respecto, Dawkins se sometió a estas experiencias y dice que no sintió nada especial. La estimulación del lóbulo cerebral temporal izquierdo da lugar a una sensación como de salida del yo y de estar en presencia de Dios. También los epilépticos y los esquizofrénicos pueden sentir tales experiencias. Persinger habla también de la teoría de la tensión tectónica, como agente que influye en las experiencias religiosas, a todas luces, mera elucubración. La comunidad científica es escéptica en relación a todas estas afirmaciones (entre otros, por parte de Granqvist). Por otra parte, no son iguales los delirios místicos de los enfermos mentales que las experiencias religiosas de personas sanas.
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Kapogiannis habla de un incremento en el volumen de la corteza temporal medial derecha en la relación íntima con Dios; y de una disminución del precuneus y de la corteza orbitofrontal izquierda en el miedo a Dios, así como un aumento del precuneus derecho en la duda religiosa (el precuneus se localiza en la zona interna de cada hemisferio cerebral; la corteza orbitofrontal está en el lóbulo frontal de cada hemisferio).
Se han publicado trabajos “científicos” sobre el asiento cerebral de las experiencias religiosas. Algunos se encabezan con títulos como: “God part of the brain”, “God’s spot”, “God on the brain”, que manifiestan que sus autores piensan que las experiencias religiosas son un producto de la actividad cerebral.
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En contraposición, hay que citar, entre otros, a Beauregard, que dice que la experiencia religiosa es racional y habla de la activación de numerosas áreas cerebrales en experiencias realizadas con monjas carmelitas. Y dice que no se puede hablar de un lugar o área de Dios en el cerebro, ya que en las experiencias místicas se involucra todo el cerebro.
San Juan de la Cruz, en su libro Subida al Monte Carmelo, dice: “visiones, revelaciones, locuciones, son puramente espirituales, porque no se comunican al entendimiento por vía de los sentidos corporales sino que se le ofrecen por vía sobrenatural, pasivamente” (cp. 23, 1). Así pues, en la experiencia mística quien toma la iniciativa es Dios y no el cerebro.
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El hombre es una unidad cuerpo–alma y es lógico que en la meditación, la oración, el arrebato místico, participe todo el organismo y, por tanto, que pueda haber cambios en la presión arterial, en el pulso, etc., y que se activen varias estructuras cerebrales (unas más que otras), como ocurre también con ocasión de otras actividades humanas (experiencias amorosas, alegría, tristeza, etc). Pero esto no quiere decir que Dios sea un producto del cerebro. Sería una frivolidad, una afirmación acientífica.
Vivimos actualmente inmersos en un terremoto cultural en que las bases de la civilización parecen tambalearse. Se trata de repensar los problemas de siempre. Es cuestión de no atenerse al color del cristal de una concreta ciencia experimental. Eso sería miopía. Dios está fuera y por encima de una óptica a ras de tierra.
Se trata de plantear los problemas de siempre de acuerdo a la cambiante y evolutiva visión que del mundo ahora se tiene, sin miedos, sin complejos, pues la verdad no cambia. Verdad, belleza y bondad son tres pilares trascendentales en la actividad humana. Alterar, sustituir estos fundamentos no va con lo natural.