José Luis Velayos | 23 de marzo de 2017
La fe en el progreso indefinido y la idea de que solo las ciencias experimentales pueden darnos las claves para ser verdaderamente felices arrancan, por lo menos, desde los tiempos de la Ilustración. Quizá podrá conseguirse que la vida se prolongue mucho, pero no será indefinidamente. La vida de las células del organismo tiene un límite.
No es lo mismo dolor que sufrimiento. El dolor se alivia, se anula con analgésicos, con sedantes. El sufrimiento, con comprensión, acompañamiento, amor. La concienciación del dolor físico se hace en áreas somatosentoriales de la corteza cerebral parietal; el aspecto emotivo se refleja en zonas más profundas del cerebro. La corteza prefrontal del lóbulo frontal es esencial, ya que recibe amplia información de toda la corteza cerebral en conjunto.
Existe un control neural del dolor físico. Existen vías nerviosas que controlan la sensación dolorosa; se originan en el hipotálamo (situado en la zona central del cerebro) y alcanzan estructuras inferiores, que reciben directamente la información dolorosa. Además, en el organismo existen sustancias naturalmente opiáceas (encefalinas, endorfinas…), que atenúan las señales del dolor. Las vías neurales del dolor físico son complejas, implican a casi todo el sistema nervioso, lo que constata la globalidad del fenómeno, abarcativo de todo el individuo: ”me duelen las muelas, pero soy yo el que tengo dolor”.
Los animales no son capaces de soportar el dolor por un ideal; el hombre, sí. Jesucristo rechazó el vino mirrado, narcótico que ofrecían a los ajusticiados para aminorar el dolor
Así pues, el estudio neurológico de las bases del dolor físico es un tema difícil; y hay que añadir el asunto subjetivo, los aspectos inmateriales correspondientes, la biografía del individuo. Hay personas que soportan el dolor mejor que otras. A unos, el dolor los hunde, a otros los fortalece. Los animales no son capaces de soportar el dolor por un ideal; el hombre, sí. Jesucristo rechazó el vino mirrado, narcótico que ofrecían a los ajusticiados para aminorar el dolor. Si ese dolor, corporal o no, se carga de significado, aunque siga siendo dolor puede paradójicamente incrementar el sentido de libertad.
Es bueno suprimir el dolor, aliviarlo, para evitar la posible “alienación” del enfermo. Pero no cabe engaño: el doliente es una persona con más necesidad de atención que el sano. Por eso, para evitarle mayores sufrimientos, puede ser necesaria la sedación farmacológica, siempre que esté de acuerdo el enfermo (los allegados pueden dar el consentimiento, si el paciente no puede discriminar bien la situación), aunque, como consecuencia, haya un probable riesgo de muerte. Hay que informar debidamente al enfermo.
Es bueno evitar la ansiedad, el nerviosismo, pero siempre si previamente se han atendido necesidades importantes: auxilio espiritual, dispensación de cariño, acompañamiento, solucionar problemas económicos (por ejemplo, herencia, deudas…), temas sociales, etc.
Existen, en la actualidad, potentes sedantes que inhiben las zonas del sistema nervioso que reciben la información dolorosa. El Propofol es un anestésico de última generación, de corta duración, que hace que el enfermo pierda la consciencia de forma muy rápida, recuperándola súbitamente sin la angustia que se percibía con anestésicos antiguos, como era, por ejemplo, el cloroformo. Si al administrar un sedante la intención es practicar eutanasia (por ejemplo, pasarse en la dosis, para eliminar la vida), la sedación no es ética. Constituiría una gran hipocresía sedar al enfermo con el fin de acelerar su muerte. No hay que olvidar que el sujeto sedado sigue teniendo la condición de persona. No sería honrado tratarlo como si fuese una cosa, un «fardo».
Por otra parte, ¿es totalmente real el poder morir sin dolor, sin darse cuenta? ¿No constituye un misterio el final de la vida, que no conocemos cómo sucede realmente? ¿Qué cataclismos suceden en ese momento, aunque el paciente esté sedado? ¿Qué ocurre en ese instante atemporal? Es conveniente considerar que el moribundo, aparte del miedo a la muerte, tiene una serie de temores: miedo al dolor, al sufrimiento, a la soledad, a que la vida no haya tenido sentido; en algunos casos, el enfermo no es consciente (por ejemplo, en situación de coma).
Ante estas situaciones, caben tres actitudes:
Cuando las circunstancias hacen que la calidad de vida sea ínfima, lo adecuado es mejorar, aliviar tales circunstancias, para dar más calidad a esa vida; con ello, su muerte adquirirá toda la dignidad que merece un ser humano. Lo contrario no es ético. El hecho de que una persona vaya a morir pronto no es razón para suprimir su vida. El dicho vulgar afirma: “mientras hay vida, hay esperanza”.