Natalia Úbeda | 18 de diciembre de 2018
El término probiótico hace referencia a aquellos microorganismos vivos (bacterias o levaduras) no patógenos que, ingeridos en cantidades adecuadas, producen un efecto beneficioso sobre la salud del ser humano. En los últimos años, el campo de los probióticos ha experimentado un gran auge, paralelamente al aumento de su demanda por parte de los consumidores, cada vez más conscientes de la relación entre la microbiota y la salud. De hecho, muchos estudios han puesto de manifiesto el papel positivo que tiene la ingesta de estos productos, bien en forma de alimento o bien en forma de medicamento, en determinadas patologías como procesos de diarreas/estreñimiento, intolerancia a la lactosa, alergias (eccema atópico), enfermedades inflamatorias intestinales (colitis ulcerosa, enfermedad de Crohn…), cáncer de colon, alteraciones del desarrollo neurológico y equilibrio emocional, enfermedades del tracto urogenital, enfermedades metabólicas y enfermedades periodontales.
Generalmente, los microorganismos más utilizados para la elaboración de un producto probiótico son los pertenecientes a los géneros Lactobacillus, Bifidobacterium, Streptococcus y Saccharomyces. Entre los requisitos exigibles a los microorganismos probióticos se encuentran: ser de origen humano, resistir las condiciones ambientales del tracto digestivo, tener capacidad de adherirse a células intestinales, producción de sustancias antipatógenas (ácidos, bacteriocinas) y tener efecto inmunomodulador y metabólico. Aun así, existen excepciones, y algunos microorganismos ejercen el efecto de una forma local durante su paso por el sistema gastrointestinal, lo que implica que deban ser ingeridos regularmente para tener funcionalidad.
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También algunos autores indican que no es necesario que permanezcan vivos o incluso que proliferen después de atravesar el aparato gastrointestinal, ya que el efecto beneficioso deriva de la acción de su pared celular o de los metabolitos resultantes de la fermentación. En cualquier caso, muchos son los que recomiendan que “sean protegidos” mediante procesos tecnológicos y, en este sentido, se está trabajando en la encapsulación de los microorganismos para su incorporación en la matriz que los contiene. Igualmente, el grupo de trabajo mixto de la FAO/OMS (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura/Organización Mundial de la Salud) concluye que no existe un criterio definido para el término “origen humano”, ya que resulta muy difícil conocer el origen último de una cepa.
Esta misma comisión de la FAO/OMS es la que establece las directrices para la evaluación de los probióticos, documento publicado en 2002. En él se dictan las normas que debe cumplir el proceso que va desde la selección inicial de cepas hasta la comercialización de un probiótico eficaz y van desde la identificación de la cepa, la caracterización funcional, la evaluación de la seguridad y la evaluación de la eficacia. Así, de las miles de cepas aisladas cada año muy pocas pasan a una fase de desarrollo industrial y menos consiguen comercializarse.
Aunque los casos en los que se ha podido establecer una relación entre el consumo de un probiótico y un efecto adverso son extremadamente escasos y han afectado a personas con enfermedades graves y/o barrera intestinal muy alterada, la eficacia de algunos productos sí que continúa en entredicho. Respecto a los alimentos con probióticos, la EFSA (Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria, de sus siglas en inglés) no autoriza ninguna declaración de propiedades nutricionales o saludables por falta de evidencia científica, a excepción de que los microrganismos vivos del yogur o las leches fermentadas ayudan a la digestión de la lactosa.
Respecto a la aplicación farmacológica de los probióticos, recientemente han sido publicados dos estudios en la revista The New England Journal of Medicine que demuestran que la cepa Lactobacillus rhamnosus R0011, sola o en una combinación con Lactobacillus helveticus R0052, y en comparación con un placebo, no fueron efectivos ni para mejorar la severidad de los síntomas ni para acortar la duración de la gastroenteritis aguda en una población de más de 1.000 niños. También muy recientes son dos publicaciones de la revista Cell que muestran que existen personas resistentes al efecto de los probióticos (aquellas en las que su ingesta no colonizan su intestino y, por tanto, no ejercen ningún efecto beneficioso) y que, después de la administración de antibióticos para destruir gran parte de las bacterias de la microbiota intestinal, los pacientes recuperan mejor y más rápidamente el equilibrio de su microbiota cuando recibían un transplante fecal propio (autólogo) que cuando recibían tratamiento con probióticos (11 especies diferentes de bacterias).
Todo ello indica que todavía queda mucho por investigar en este campo y algunos autores ya están apuntando hacia la medicina personalizada, ya que los efectos varían en función de la cepa utilizada, la existencia de un tipo o más de bacterias y su interacción, el tipo de producto (matriz alimentaria o farmacológica), el tiempo de consumo del producto, la genética propia del individuo, la presencia o no de una patología o estar en una situación fisiológica especial (embarazo, menopausia, edad avanzada…) y la dosis administrada.