José Ignacio Wert Moreno | 20 de marzo de 2019
El director reproduce el inmovilismo contra el que él luchó
Han pasado ya cincuenta años. Los moteros tranquilos y los toros salvajes se han convertido en venerables supervivientes. Son el equivalente actual a los fósiles del viejo Hollywood contra los que ellos mismos se rebelaron entonces. Aquel libro fundamental de Peter Biskind defendía, entre otras tesis, que de toda aquella hornada el único que cambió las cosas fue Steven Spielberg. Lo hizo, eso sí, al modo gatopardiano. Con Tiburón (Jaws, 1975) llegó el concepto de ‘blockbuster’ veraniego y el merchandising como vía de ingresos para una película mucho más allá de su mera exhibición en los cines.
Sí, las cosas cambiaron. Pero lo hicieron para reforzar el sistema hollywoodiense que, simplemente, se actualizó para afrontar los nuevos tiempos. El cine libérrimo, al margen de los grandes estudios, que promulgaban los exponentes más combativos de aquella explosión de talentos, quedó aparcado para mejor ocasión.
Ahora la industria cinematográfica estadounidense vive momentos de una disyuntiva parecida. La cuestión no es tanto de fondo como de forma. Las plataformas no solo se imponen como vía para ver cine. Estas también han pasado a producirlo. Y lo explotan en función, solo faltaba, de sus propios intereses. El caso de Netflix con Roma (Alfonso Cuarón, 2018) se ha convertido en un paradigma. Consciente de sus posibilidades en los Oscar, la empresa la estrenó en cines de Nueva York y Los Ángeles para cumplir con los requisitos que permiten optar a las nominaciones.
Una parte de la industria ha elegido abrazar lo inevitable. Así se desprende, por ejemplo, de la invitación cursada a la plataforma para unirse a la muy influyente Motion Picture Association of America (MPAA). Otra, en cambio, no termina de verlo claro. Ahí encontramos, qué cosas, a Spielberg. El director recela de las plataformas por varios motivos: ausencia de la ventana de 90 días entre las salas y los hogares, su enorme libertad para explotar el producto a nivel mundial de una sola vez, opacidad para revelar datos de consumo, etc… Tiene razón en el diagnóstico. Pero no en el tratamiento prescrito.
Spielberg concluye que un filme producido por una plataforma de streaming es automáticamente una “tv movie”. De competir por un premio, tendría que ser por un Emmy. Me cuesta creer que un tipo de su inteligencia adopte una postura tan obtusa. ¿Es la vía de difusión lo que hace al producto? No parece muy razonable sostener que Roma sea homologable a las producciones alemanas con las que las cadenas generalistas en abierto ponen fondo sonoro a nuestras siestas. Él debería saberlo. Curtido en episodios de series de televisión como Colombo, Spielberg se hizo un nombre con El diablo sobre ruedas (Duel, 1971). Aquel telefilme sobre un tipo en su coche perseguido por un camión en la carretera tuvo tanto impacto que en algunos países –entre ellos España- se estrenó en las salas.
La solución a los males que plantea el director de La lista de Schindler (Schindler’s list, 1993) pasa por aflojarle los corsés al cine de los estudios tradicionales, no por apretárselos a las plataformas. La realidad se impone. No hay más que ver cómo se han reducido las ventanas. Hace cosa de un cuarto de siglo, en plena era del VHS, había que esperar seis meses para ver un estreno en el domicilio, casi siempre en modalidad de alquiler. Para adquirir el título había que esperar un año, y para que este pudiese ser estrenado por la televisión, aunque fuese de pago, año y medio.
Ahora, esos tres meses que todavía exige Hollywood para que un filme viva en tierra de nadie entre su paso por los cines y su llegada a nuestras pantallas particulares parece un anacronismo. Dejemos que el público elija. De nuevo es pertinente recurrir a Roma. En España, la película de Cuarón tuvo solo una semana de exclusividad en la gran pantalla. Sin embargo, cuando pudo verse ya en la plataforma, las dos salas que la proyectaban en Madrid no dejaron de llenarse. Quizá se haya perdido parte de ir al cine por el mero placer de hacerlo. Pero el cineasta que mejor pulió el concepto de “película-acontecimiento” no debería tener dudas: si consigue otra proeza del calibre de la resurrección de los dinosaurios, volveremos a pagar por verlo en una pantalla lo más gigantesca posible.
Al poco de desatarse esta polémica, Jeffrey Katzemberg habló por boca de Steven Spielberg para decir que sus palabras habían sido malinterpretadas. A su vez, The Hollywood Reporter informaba de una cena entre el director y el responsable de contenidos de Netflix, Ted Sarandos. Pelillos a la mar. Quizá Spielberg haya sido un poco aquí Dennis Weaver en aquella su primera película. La imagen de un camión llamado Netflix se cernía sobre su retrovisor. En la ficción la lucha se resolvía a base de ingenio. Ese es el auténtico motor del cine. Hace cincuenta años. Y ahora.