Enrique García-Máiquez | 19 de junio de 2017
La concesión del Premio Princesa de Asturias de las Letras a Adam Zagajewski (1945) ha sido un fallo acertadísimo. Hay que precisar, sin embargo, que no estamos ante uno de los más grandes poetas polacos contemporáneos. No alcanza la altura lírica de sus predecesores Czesław Miłosz, Wisława Szymborska o Jan Twardowski, aunque comparte con ellos la impagable característica que destacó Charles Simic: “La poesía polaca tiene una rara virtud: su legibilidad en una época en la que los experimentos modernistas han hecho de mucha de la poesía escrita en otras latitudes algo sencillamente hermético”.
Zagajewski no se podrá quejar si decimos de él lo que él de Ernst Jünger, nada menos: “No sé si es un gran escritor, pero sí sé que nos invita a una realidad mayor”. Y más cuando él mismo se hacía la autocrítica en Autorretrato no exento de dudas:
Su mérito literario estriba en que no quiso nunca apartarse del precipicio; su valor poético, en que, con frecuencia, recorre entera, hasta el fondo, la senda.
Ese valor es lo que importa y por lo que merece el premio. Un puñado de poemas auténticos es motivo sobrado para cualquier premio, ¡tan escasos son! Hay que reconocer que su biografía, además, ayuda. Nos lo hace simpático, apasionante y necesario. Simpático, por lo que ya hemos señalado: su condición de continuador consciente y consecuente de grandes poetas, su interés en ser claro y su honesta autocrítica. Se reconoce como un poeta de oficio en otro Autorretrato: “Entre el ordenador, el lápiz y la máquina de escribir, se me escapa medio día”.
Recogemos algunas muestras representativas de la obra poética de Adam Zagajewski, Princesa de Asturias de las Letrashttps://t.co/ym3PtMPwjt pic.twitter.com/l00pGAOJhg
— El Cultural (@elcultural) June 8, 2017
Biografía apasionante también, fotogénica, casi novelesca. Huyó, escaldado, del marxismo y aquí ha experimentado la evolución de nuestras sociedades. Por eso, es necesario. Siempre entre encrucijadas que se reflejan en su pensamiento y en su creación. Ha sufrido “la dificultad de pasar de los tiempos heroicos del anticomunismo a los momentos de relativismo actual, de expectaciones morales disminuidas y estándares artísticos superficiales”, como señala Susan Sontag. Resulta un crítico privilegiado de nuestro tiempo. Ha advertido recientemente en una entrevista en El País: “El populismo difuso es una forma de semifascismo, porque la gente no respeta las palabras. Y no les importa la verdad”. Hace años había escrito: “Ay del escritor que valore la belleza sobre la verdad”.
Parece una advertencia para uso personal, porque su gran tentación es recrearse en la duda, esto es, olvidar las tensiones que lo constituyen y recostarse en una posición centrista muy satisfecha de sí mismo, en lo poético y lo ensayístico.
Más suyo es el contraste. Para él, la poesía se mueve entre los polos opuestos de la ironía y el fervor, de la elegía y la epifanía; su vida interior oscila –según confesión propia– entre la indolencia y el despertar poético; piensa entre el nihilismo y la admiración; su corazón late, diástole, con el cosmopolitismo y con el amor, sístole, a Polonia; lee con igual fervor a Cioran y a Wojtyla; sus conversaciones se reparten entre los vivos y los muertos; la realidad y el arte se miran recelosas; sus poemas van y vuelven, como un metrónomo, de la historia y la anécdota biográfica a los valores eternos; Dos ciudades se titula uno de sus ensayos, y otro, Otra belleza; y otro, Solidaridad y soledad. Terminaba un estudio con la intuición de que la fría forma y la pasión indomeñable, los dos extremos contrapuestos del arte, se encontrarán, en su máxima potencia y reconciliados, en Dios. Ése es su camino. Quizá interminable, según sus versos:
Tanta casi continua tensión es el resultado y, a la vez, el origen del profundo vitalismo que sostiene su obra completa. “¿Cómo vivir tras tantos fines del mundo?”, se pregunta, y aunque Adorno consideraba que la poesía era imposible después de Auschwitz, él replica: “Pero la ropa se seca tendida en las cuerdas blancas y resuena la risa de un niño. El niño crecerá y será policía o cura. Por eso creo que, después del fin del mundo, hay que vivir como si no hubiera pasado nada. Naturalmente, es preciso recordar lo que ha ocurrido y pensar en lo que ocurrirá, pero, así y todo, hay que vivir como si no hubiera pasado nada. Dar largos paseos. Contemplar las puestas de sol. Creer en Dios. Leer poesías. Escribir poesías. Escuchar música. Ayudar al prójimo. Hacer la pascua a los tiranos. Alegrarse del amor y llorar la muerte”. Su poesía nos incita a hacerlo. Y nos lo pone más fácil.